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31 de octubre de 2015

Justin Iglesias


 Pablo Iglesias, representante de la España niñata, no se manifiesta ante el desafío locoide de una parte de la clase política catalana

La visita de Pablo Iglesias a La Moncloa es parecida a la de Justin Bieber a los estudios de una radio madrileña. Es evidente que el grado de imbecilidad al que ha llegado el «artista» del pop no lo alcanza ni de lejos el referente de la izquierda radical española, que es bastante más sólido, pero sí hay algo de correlativo entre el endiosamiento del pobre chaval con ínfulas de estrella finisecular y la sensación que dispone de sí mismo el líder de Podemos. Justin anduvo anteayer por el programa del gran Pablo Motos evidenciando cansancio escénico ante la perplejidad de profesionales de la televisión acostumbrados a recibir a auténticas estrellas sabedoras de su cometido ante sus seguidores. Al poco, el niñato adorado por legiones de niñatos equivalentes dejó colgados a sus entrevistadores radiofónicos con la excusa de necesitar ir al baño, servicio, váter o excusado. Desapareció Justin ante la incredulidad de locutores acostumbrados a entrevistas a fenómenos de todo tipo. La culpa, podrán pensar muchos, es nuestra: consagramos como estrellas a cualquier imbécil y le hacemos creer que es lo que no es. Y es cierto, pero ante casos como el descrito solo cabe decir que más duras suelen ser las caídas. Suelen acabar como muñecos rotos.

Pablo Iglesias, otro que se considera la última Pepsicola del desierto, ha lamentado en las últimas horas que el presidente del Gobierno no hiciera aprecio de su persona y no le convocara a reunión debida en La Moncloa a cuenta de la crisis catalana. Por lo que se sabe, Rajoy finalmente le ha llamado. Y, por lo que se sigue sabiendo, el encuentro se va a producir en breve. ¿Qué le puede aportar Pablo Iglesias a la imagen conjunta de unidad ante los desafíos golpistas de los independentistas catalanes?

Lo primero que hicieron la mitad de los parlamentarios electos de Cataluña Sí Que No Sé Qué, la marca catalana de Podemos, fue votar de forma entusiasta a la muy sectaria Carme Forcadell como presidenta del Parlamento catalán, lo cual es una forma muy certera de aseverar su indestructible postura en pos de la unidad de España. Lo siguiente ha sido insistir en su intención de conseguir para Cataluña y todas las demás comunidades una suerte de derecho a decidir no se sabe muy bien qué. Es inevitable el recuerdo a la Constitución de las Repúblicas Socialistas Soviéticas que rezaba retóricamente que, cuando así lo dispusieran, podrían desligarse de la Unión que dictaba Moscú de forma férrea y severa. Ninguna lo intentó hasta que el comunismo cayó por su propio peso, es evidente. Pero ese derecho de autodeterminación, teóricamente, lo tenían, lo cual invita a la risa histórica.

Pablo Iglesias, representante de la España niñata que se aburre ante las adversidades que la realidad inevitablemente plantea, no se manifiesta claramente ante el desafío locoide de una parte de la clase política catalana. El acuerdo que Rajoy ha conseguido con Sánchez o que va a conseguir con Rivera no va a dejar de ser un contraste con el que pueda conseguir con un individuo que presume petulantemente de laboriosidad por su país, pero del que aún se espera una declaración seria y responsable por la imprescindible consistencia del mismo. El vértice supremo de una asociación política que ha colocado por España individuos de comportamiento bochornoso -merced a la complacencia del PSOE- no puede postularse como pieza imprescindible para el engranaje de un Estado unido. El movimiento se demuestra andando, y hasta ahora la gente de Podemos solo ha puesto en marcha palabrería hueca y gestualidad adolescente. No debería extrañarle a Rajoy que, en medio de la reunión en la que debieran establecer políticas de Estado acerca de la estabilidad política de todos los españoles, Iglesias le dijera que necesitaba ir al baño. Como Justin; para desaparecer extasiado consigo mismo.

 


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