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2 de octubre de 2015

Comuna de presidentes


Lo que les falta a los del nordeste español es que los gobiernen cuatro en vez de uno

¿CÓMO no se nos había ocurrido antes? El conflicto para designar presidente de la Generalidad de Cataluña se soluciona —tal y como ha propuesto la número dos de la CUP— con una presidencia coral. Vamos, que no haya un solo presidente, que haya cuatro. Déjenme respirar hondo antes de soltar la carcajada.

Convendría, en primer lugar, que las fuerzas insurgentes nacidas entre el Besós y el Llobregat se pusieran de acuerdo. Han malgastado saliva durante un puñado de días asegurando que bajo ningún concepto apoyarían una investidura de Artur Mas, y ayer, a una hora poco sospechosa de intoxicaciones etílicas, aseguraron que no quieren enterrar el futuro de nadie y que en ese triplete o escuadrón de presidentes podría estar el reyezuelo del «tres per cent». En el caso de no llegar desmentido posterior, habrá que convenir que poco les ha durado la firmeza. Y aún bien de aclarar ese pequeño detalle acerca del futuro del rey Artur, tampoco estaría de más que desarrollasen la idea de la coralidad presidencial. Cuatro presidentes no es una coral, es un orfeón, una tuna o, mejor, una comuna. Sólo falta añadir que esa especie de Soviet Supremo debería ser, por demás, rotatorio, es decir, cuatro presidentes cada seis meses y vuelta a empezar. Y así hay más riqueza de matices.

Convengamos que hasta en el Soviet Supremo había uno que mandaba. Y mandaba mucho; tanto que tenía derecho a disponer de vidas y haciendas, pero en esta disposición transversal del poder que sugiere la muchacha del flequillo cortado a machete no queda claro quién tiene la última palabra. El pueblo, ya sé; pero es un engorro consultar a todo el pueblo cada que vez que haya que decidir qué tipo de orden se le da a TV3 o cuántos enfermos deben entrar en cada habitación. Los partidos de raíz asamblearia padecen esa enfermedad de la mano alzada y es normal que simulen un rechazo a la personificación del poder, pero de ahí a organizar un gobierno de cuatro presidentes va un mundo. Llevando al extremo la genial idea, podrían sugerir un gobierno con solo presidentes, sin consejeros: luego nombran una especie de «conseller en cap», que es el que trabaja, y que haga de portavoz y coordinador de sus superiores, todos muy honorables aunque vistan de jersey de lana. 

Creíamos que la política catalana ya no podía regalarnos más momentos de hilarante surrealismo: cuán equivocados estábamos. La cruel y terminal enfermedad de corrección política que vive esa comunidad hace que cada día sea mejor que el anterior y que cada ocurrencia supere la barbaridad de ayer. Después de soltar con toda solemnidad esa gilipollez vendrá un día posterior en el que cualquier otro turista disponga una tontería desmenuzada en el plato lista para saborear. Nuestros amigos catalanes tienen mucha razón para lamentarse de su destino reciente, pero habrán de convenir que de su propio seno salen los votos que confían en personajes como los mentados, que no solo quieren nacionalizar, independizarse, prohibir y someter cualquier tipo de idea liberal, sino que también pretenden instaurar una santísima trinidad o un cuarteto de gloria para administrar las cosas públicas. Como Podgorni, Breznev y Kosiguin en sus buenos tiempos, que llevaban al unísono la gestión de aquel fracaso que tanto gusta a estos muchachos. Es verdad que luego quedó solo Breznev y que la felicidad del trío duró poco, pero ahí está para la historia por si quieren hacer alguna analogía.

Lo que les falta a los del nordeste español es que los gobiernen cuatro en vez de uno. Definitivamente, la política catalana ha perdido la cabeza. Y, en el caso de estos muchachos, hasta la sandalia.

 

 


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