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21 de julio de 2000

Málaga, Málaga


Han caído sobre Málaga como el bárbaro que descubre un tesoro: han reparado en ella, tan asentada, tan inquieta, tan abrigada, tan a favor de mano, y han vaciado el cargador como si de una batalla se tratase, como si fuese una invasión de vikingos sanguinarios. Te han declarado la guerra, vieja señora, joven mocita. Y puede que no sean más de tres o cuatro los que formen ese ejército de valientes gudaris, pero son suficientes para mudar al terror el rostro salado que te gastas de Pedregalejo a la Alameda. Cuatro individuos, cuatro a lo sumo, han helado el aire caliente de julio que llega enredado en la melena verde de las olas.

Cuatro asesinos que te odian y que, sin embargo, hoy pueden estar chapoteando en los Baños del Carmen, o paseando Larios arriba y abajo, o escuchándote llorar melodiosamente, Málaga mía, tu desgracia. Están ahí, disfrazados de paisaje, agazapados en el gentío que se arracima ante la vida y que va de aquí para allá, de Huelin a Reding, de La Malagueta a La Merced, como si nada, como si matarte a puñaladas no fuese más que una justa socialización del sufrimiento.

Te han mirado, Málaga, y en ellos no ha cabido el asombro, sólo la muerte. Si supieran de ti, tal vez su gesto no fuese el mismo. No saben nada, nada. No más saben que hay que matarte como han querido matar a Sevilla, a Madrid, a Barcelona. No conocen la biznaga que te perfuma cada noche, ni el cante de Tiriri, ni qué pasaba en el Café de Chinitas, ni cuál es el secreto de la harina y el aceite. No saben quién era La Repompa, discípula de La Pirula, muerta prontamente y recordada por su originalidad y su peritonitis; nada saben de La Paula, tan admirada por Pastora Imperio, ni de La Camisona, faraona del baile en los cafés de la época y madre de Paco Aguilera: nada conocen de La Trini, la gran Trini, tuerta, enferma y con negocios no permitidos que hizo de la malagueña un templo; ni han oído a La Cañeta, ni a cualquiera de los dos Migueles, el gran Miguel de los Reyes que pregonaba su desarreglo desde la Cruz Verde o el insuperable Miguel de Molina que aún guardaba en su acento el ámbar del Perchel.

Tampoco conocían a José María Martín Carpena. Ni a Pepe Asenjo. Ni falta que les hacía. Recibieron la orden de matar y a matar fueron. De ambos sólo sabían que eran malagueños, demócratas, andaluces en suma ùellos, que tanto odian lo andaluzù y que merecían el castigo de la sangre. Pepe Asenjo ha vuelto a nacer, bendito sea Dios, pero José María ù josemari , como le llamó Ibarrecheù cayó ante una refriega, ante una caza, ante un tal Gorka Palacios, que maldita sea su sangre y que sólo cumplía órdenes de matar a un malagueño. A un malagueño tan malagueño como El Cautivo, como el Paseo de los Curas o como la Cruz del Humilladero; porque José María era malagueño como mi padre, compañero de silencios de la Virgen de la Victoria, como mi Lalo Guerrero o mi Paco Naranjo o toda la saga de los Dominguez, como la mocita de Puerta Oscura a la que las olas, con verde bata de cola, le bailaban por soleá, como Joaquín Vargas, como La Piquito de Oro, como La Mendaña, como los versos de mi tío Manuel Alcántara, escritos con esa tinta de azúcar que le sirve para pescar metáforas: Un tranvía de sol con jardinera /concurso de sirenas y delfines /y a los Baños del Carmen gran carrera /ya no estábamos en guerra aquel verano /mi padre me llevaba de la mano /y yo estaba en segundo de jazmines .

La ciudad empieza dentro de quince días su Feria, esa que cobró fuerza en el centro, en Larios, en la Plaza del Obispo, en la calle Granada, en la inolvidable peña Juan Breva, en cuanto rincón tenga una calle para hacer de él una casa efímera. Sonarán los verdiales de alguna panda y se arremolinarán en el aire caliente de agosto, subiendo Limonar arriba, para llegar a esa tierra de nadie donde a uno le parece que le asaltan al cuello los atardeceres turbulentos. Nadie podrá, en s


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