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9 de enero de 2015

Bonjour tristesse


Occidente no puede silbar y buscar excusas pobres en antiguos colonialismos

DESPRECIO contundentemente a los asesinos de París. Supongo que como todos, con no pocas gotas de tristeza. Pero añado a esa agitación mi desdén por la miseria moral de aquellos que manejan lenguajes confusos, reflejos de pensamientos paralelos. Occidente, en su permanente reinvención del relativismo, da muestras a diario de su insoportable complejo de pecado original, de una permanente expiación de culpas alimentadas por su propia factoría histórica; sin percatarse de que, mediante ese perverso mecanismo, acabará sucumbiendo al desmontaje milimétrico de valores irrenunciables que han caracterizado su progreso.

Cuando ese sistema se desmenuce, otros lo acabarán ocupando y lo harán con normas ajenas a todo lo que la única civilización presentable ha conseguido.

Es sencillo enumerar lo que el funesto multiculturalismo se niega a reconocer: los Derechos Humanos, las libertades individuales, la separación entre Iglesia y Estado o la igualdad ante la Ley son creaciones de este lado de raya. Del otro lado existe una sola norma política, y esa viene dada por las revelaciones del Corán, con carácter más o menos fundamentalista: los que desde Occidente alimentan a diario esta absurda conciencia de culpabilidad (como un estúpido y primitivo parlamentario de Sortu, de nombre Arráiz, que ha declarado como toda reflexión que «Europa ha hecho mucho daño históricamente al resto del mundo» –sic-) son los perfectos cómplices de aquellos que solo aspiran a relevar la democracia por el gregarismo medieval de una única verdad. Son todos los que desde anteayer andan rebuscando en el viejo almacén de argumentos raídos para dar con la frase que sintetice una vieja aspiración de la izquierda europea, esa cosa tan amorfa en plena descomposición descontrolada: la búsqueda de nuevos proletarios. Por mentira que parezca y por poco que diga de la capacidad de discernimiento de sus autores, un considerable número de individuos de simpleza patológica consideran la militancia islámica como una nueva forma de protesta social, incluso defendiendo culturas extraordinariamente ajenas a sus utopías revolucionarias y desatendiendo la propia, la que le ha hecho llegar hasta aquí en mucho mejores condiciones que sus supuestos protegidos. El profesor Serafín Fanjul, uno de los pocos «arabistas» a los que se puede leer sin sonrojo, lo ha escrito magistralmente: «En la desesperada búsqueda de la izquierda europea por nuevos proletarios han dado con los islamistas sin darse cuenta de que son, en teoría, antitéticos».

Los hombres que masacraron la redacción de la revista francesa no lo hicieron tan solo por la ira que les causaron unas caricaturas del profeta. Lo hicieron queriendo dejar el mensaje que trae el yihadismo: estamos aquí dentro y esto tiene que convertirse en el Califato. Y Occidente no puede silbar y buscar excusas pobres en antiguos colonialismos. Debe exigir al supuesto islam moderado (diferenciado tan solo por el uso o no de la violencia) que sean los primeros en acabar con ellos, usando la razón y el discernimiento, colaborando con las Fuerzas de Seguridad y contribuyendo en la construcción de una crítica colectiva que no presente fisuras. No se conseguirá frenar solo con el uso legítimo de la violencia. Que resulta imprescindible, por cierto. La sociedad occidental debe dejarse de remilgos multiculturalistas como la absurda mitificación de Al Andalus o como la renuncia a costumbres inofensivas por no herir sensibilidades, práctica muy española, y ser inflexible en su defensa de los progresos edificados sobre los sacrificios de muchas vidas. Es eso o hacer verdad aquel feliz hallazgo de la pasional Oriana Fallaci cuando calificó a Europa como una futura «Eurabia» repleta de cretinos.

Los muertos en París eran hombres libres. Y valientes, muy valientes. Los que hemos sido señalados por las armas de los terroristas sabemos lo que comporta mantenerse fiel a los discursos sin abrigarse en refugios sintácticos. Su valentía nos muestra un sendero hacia la dignidad. Pero es inevitable: Bonjour Tristesse.

 


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