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26 de septiembre de 2014

¿Y qué hacemos ahora con el pederastra?



Los delitos sexuales no tienen reinserción, todos reinciden, salen de la cárcel obsesionados con repetir sus fechorías

HOMBRE, en principio interrogarle. Lo negará todo y será rocoso en su defensa, pero habrá un momento en que las evidencias de la investigación policial pesarán más que su resistencia –al parecer, notable– y no tendrá más remedio que derrumbarse incómodamente en la silla en la que se sienta mientras le preguntan. Llegará la instrucción y la vista oral, y en función de lo perverso y magro de su trayectoria, ingresará en prisión por muchos años. O por unos cuantos, todo en función de lo habilidoso que sea su abogado y de lo evidentes que sean las pruebas que presente la Policía. Este sujeto es narcisista, audaz, chulo, pendenciero y violento, pero al parecer no tonto, con lo que podría urdir una buena defensa o una buena estrategia de descargo y, de esa manera, amortiguar los efectos de una condena que se anuncia considerable. Como fuere, su panorama no es plácido.

Podemos establecer debate acerca de si las penas por este tipo de delitos son lo suficientemente severas y proporcionales o no, pero lo probable es que pase unos cuantos años a la sombra, pocos o muchos. Durante ese tiempo se portará bien, será angelical y no creará problemas en la cárcel en la que le ingresen, con lo que será acreedor de los beneficios debidamente contemplados por la ley y estará en la calle más pronto que tarde. La anterior violación –de una menor– la solventó con seis años de cárcel; esta serie que ahora nos ocupa no le supondrá muchos más, tal vez diez, ya que, como es sabido por la experiencia terrorista, tiene parecidas consecuencias matar a uno que matar a veinte. También violar a una que violar a veinte.

Una de las evidencias que se hace más patente es la de que la sociedad tiene derecho a controlar a este tipo de delincuentes. Digo delincuentes y no enfermos de manera consciente: hay una mirada compasiva que consiste en otorgarle a los criminales una irresponsabilidad derivada de un transtorno por el que resultan, en el fondo, inocentes. La enfermedad vendría a ser una suerte de refugio que le proporciona a este tipo de sujetos una coartada de irracionalidad. Son lo que son y aún no se ha puesto la sociedad de acuerdo en cómo protegerse proporcionalmente de ellos, dando por hecho que no los puede eliminar ni mantenerlos en la sombra carcelaria de por vida. Tienen que prepararse para el día que vuelven a pisar la calle con las mismas ansias y trastornos con los que entraron: para desgracia de todos, los delitos sexuales no tienen reinserción, todos reinciden, salen de la cárcel obsesionados con repetir sus fechorías porque sus fechorías son su alimento. Unos creen que la vigilancia es buena solución, pero no es muy operativa. Tal vez la publicación de su presencia allá donde se instale. O el control telemático. O la más severa de todas: la castración.

Algunos expertos aseguran que castrar a un individuo no es garantía de anulación de sus impulsos animales: efectivamente solventa el deseo sexual, resuelve los desequilibrios a los que le induce la testosterona, pero no todas las violencias tienen que ver con la producción de la hormona o una líbido desbocada, ya que hay otros, como el deseo de sentirse fuerte ante la víctima, ante el débil, que no tienen que ver con dicha hormona y que les hace incluso similar la cópula con cualquier objeto. La castración química solo puede ser, por demás, voluntaria, y si queremos que no sea así, es decir que lo dicte un juez o un tribunal, hemos de remover de arriba a abajo las leyes y su propio espíritu. Es más fácil, me da a mí, aumentar las penas y tenerle más en la cárcel, lo cual no resuelve del todo el problema, pero al menos lo retrasa. La papeleta no es sencilla.

 


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