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2 de julio de 2004

La anilla de Prado


Al embajador Manuel Prado y Colón de Carvajal le han puesto una anilla. Como a los cernícalos a los que liberan de su cautividad para que se conviertan en objeto de estudio y puedan aportar datos a la investigación sobre sus costumbres. No sé si es en el tobillo o en la muñeca, pero al hombre que ha servido al estado largamente desde diversos puestos estratégicos, al senador por designación Real, al tipo que ha cubierto encargos políticos internacionales de la más delicada importancia, al caballero que desplegó influencias para que la muestra universal correspondiente recalase en España, le han puesto una anilla.

Para que no se fugue, supongo, habida cuenta la soberana generosidad del juez que ha considerado que un hombre de setenta y dos años y varias enfermedades severas en su cuerpo no tenía por qué seguir en la misma prisión que le metió él. ¡Pero oiga, amigo, es que resulta que ha trincado once millones de euros!.

¿Ah, sí?; ¿Hay sentencia firme de eso?. ¿Por qué no esperamos un poco más y evitamos presunciones de culpabilidad tal y como se hace con otro tipo de delincuentes infinitamente más peligrosos?.

Condenado preventivamente a prisión menor, Prado vio cómo se retrasaba la admisión a trámite de su recurso ante el Constitucional y cómo la ausencia absoluta de antecedentes penales no eran suficientes argumentos como para impedir una encarcelación a la que no han sido conducidos otros personajes de la vida pública y financiera española que están en mente de todos. Atendiendo a las muchas presunciones que han recaído sobre él, se puede acabar presumiendo que alguien intentaba llegar más allá, como si se sospechara que trabajaba para más amigos que él mismo y se pretendiera ablandar su íntegro concepto de las lealtades con innecesarias posturas de fuerza.

Me da esa impresión a mí. La anilla que sujeta el tobillo o la muñeca de Prado tiene como misión impedir que se fugue, supongo, a paraísos como Laos, donde el Capitán Khan sigue esperando otra oportunidad para mostrar su astucia en la persecución del delincuente y donde la gente puede anunciar y proclamar tranquilamente su propia muerte encargándole una esquela al ABC.

Javier de la Rosa tiene alguna experiencia en eso de quedarse varias veces huérfano. Claro que, bien pensado, ¿dónde va a estar mejor nuestro recluso que en su propia casa sevillana, junto a su familia y a sus doctores?. La anilla de Prado horizontaliza la implacable imparcialidad de la justicia y nos garantiza a los españoles que mañana no saldrá de casa, apoyado en su bastón, a robarle el “madelman” a mis sobrinos, que viven cerca, lo cual nos produce una indescriptible sensación de alivio a toda la familia.

Garantiza, por demás, que en cada ocasión que deba comparecer ante las autoridades judiciales no podrá aducir desconocimiento postal o cualquier otra zarandaja, ya que la susodicha anilla incorporará en breve un vibrador que le transmitirá claramente el mensaje aquél de “Manolo, no te escaquees que te espero en el juzgado”. Y, por encima de todo, le recordará que es un delincuente; bueno, un presunto delincuente…

Y que su suerte no ha corrido pareja a la de otros que sí han conseguido ni siquiera ponérsela.

Si, efectivamente, Manuel Prado ha retirado de la circulación la cantidad de dinero que presume la investigación y de lo que es acusado por el ministerio fiscal correspondiente, ya sabrá la justicia qué hacer con su patrimonio y su persona, por mucho que se declare insolvente.

Ahora bien, de no ser así, y de ser simplemente una ruina el resultado de aquella gestión que comenzó el honorable Pujol, años ha, presentándole a De la Rosa y pidiéndole financiaciones varias para una aventura empresarial muy importante


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