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18 de junio de 2004

La caída del imperio convergente


¿Qué ha podido llevar a una fuerza política considerada como referente nacional a desmerengarse lentamente ante los esfuerzos inútiles por evitarlo de sus miembros más destacados?.

La caída al vacío de Covergencia y su apósito de Unió guarda un aire de semejanza con el súbito declive de determinados imperios tenidos por históricos que, de la noche a la mañana, se vieron abocados a la melancolía de la decadencia. Bastó el empuje de miles de bárbaros sin piedad para que los romanos que aún no habían entrado en el desmembramiento de su imperio vieran desaparecer el mismo en cuestión de poco tiempo: habían conquistado y ocupado el mundo, pero tras el ocaso de algunos emperadores tenidos por sensatos llegaron desde el norte unos furiosos greñudos que acabaron con todo. 

Y el declive se produjo ante la incredulidad de unos ensimismados hijos de Roma y ante el “Ya lo decía yo” de otros avisados agoreros. A este último grupo pertenecen aquellos pocos que, en la Cataluña endiosada del pujolismo, advertían del peligro que se estaba corriendo al educar en la radicalidad a unas nuevas generaciones que, antes o después, les darían la espalda en busca de experiencias aún más fuertes.

Así ha sido, y lo que se preveía como un proceso a la vista de unos pocos años, ha ocurrido en cuanto esos greñudos invasores han unificado el alarmante poderío de su grito de guerra política. No le caben, ahora, a las perplejas huestes del llamado nacionalismo moderado, lamentos tardíos. Pujol, el gran gurú del experimento social puesto en marcha en la Cataluña moderna, no jugó a moderar de la manera en que insisten sus hagiógrafos que lo hizo: Pujol fue conquistando parcelas hasta que el ejército imperial le flaqueó, y al retirarse a las montañas nevadas y ceder el mando a unos centuriones con tanta ambición como falta de perspectiva geopolítica –eso que consiste en saber dónde se está y hasta dónde se puede llegar en cada momento--  ha visto cómo su obra paciente y pícara se le ha desplomado en un par de convocatorias electorales.

Pero suya fundamentalmente ha sido la culpa. “Fuera de nosotros, no hay Cataluña, y si la hay, debe parecérsenos”. Ante el éxito de sus proclamas obligó a todas las fuerzas políticas a imitar su asunción de verdades históricas y a asumir todas las afrentas que continuamente denunciaba, sin percatarse de que el día en el que le fuera retirado el bastón mayoritario otros harían de ese trabajo su éxito.

Ya no hace falta ser de Convergencia para ser un buen catalán, puesto que el nacionalismo se ha extendido de tal manera que cualquier formación política lo asume hasta el aburrimiento, vengo a decir. Tan sólo el PP, y no en su totalidad, conserva posiciones más moderadas en ese ámbito, viéndose premiado por ello con el inopinado ascenso a la categoría de segunda fuerza política catalana a tenor de lo votado en esta última convocatoria, si bien, más que méritos propios, han sido los deméritos de sus compañeros de barrio ideológico los que le han llevado a esa sorprendente segunda plaza. El futuro de una formación política que ha creado, incluso, un modelo de sociedad, puede ser muy desalentador cuando lo que se experimenta es el frío de la calle y sólo el frío de la calle.

No son necesarios para prácticamente nada, y eso en un partido que ha conseguido todo gracias a más de un chalaneo de toma y daca, de yo te apoyo “la gobernabilidad” y tú me das las transferencias, es un drama de proporciones imperiales. Pueden consolarse con el hecho incontrovertible de que de Roma guardan todos los historiadores una imagen espectacularmente positiva, pero sólo con eso: ahora, los romanos, sólo salen ya en las procesiones o en La Passió de Esparraguera.


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