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15 de febrero de 2013

La Cruz y la Renuncia


Benedicto XVI ha renunciado a la Cruz mediante un ejercicio acorde con su vida 

LOS ejemplos de los últimos momentos en la Silla de Pedro de Juan Pablo II y Benedicto XVI son una muestra clara de dos formas de coraje. Diferentes pero semejantes. Coraje para estar en la Cruz y coraje para bajar de ella. Juan Pablo acabó sus días moviendo apenas su ceja y elevando su mano temblorosa en un claro síntoma de la teología del dolor, en una muestra solidaria de no renunciar al sufrimiento, de asumir en su persona tragedias particulares de tantos seres humanos que permanecen fieles a los suyos hasta el último respiro. Era, al fin y al cabo, un catequista. Benedicto es un teólogo, algo distinto aunque parezca semejante. Ratzinger evita el gesto traumático de los últimos años de Wojtila y no quiere ser un enfermo que no puede gobernar a un mundo proteico en constante cambio y evolución, tal vez mucho más vertiginoso que apenas diez años atrás. Es un intelectual, no un soldado, y, a diferencia del polaco, no tiene la intención o la destreza suficiente de manejar las masas. Benedicto maneja la doctrina con el aplomo de una de las mejores cabezas de Europa, establece incomparables diálogos entre Fe y Razón y se muestra dispuesto a todo debate tolerante, en contra de la etiqueta que alegremente se le adjudicó cuando fue designado por el cónclave. Parecía que la Iglesia hubiera elegido a «Un pastor alemán», como ocurrentemente tituló un periódico francés el día en que apareció en el balcón vestido de blanco. Ratzinger estaba llamado, según algunos, a establecer una nueva Inquisición en la que discernir quienes debían quemarse en la hoguera y quienes no: un integrista, en fin, que, a juicio de los mismos, habría perecido a manos de los integristas de verdad. Qué disparate. Quienes así pensaban no le habían leído jamás y, por lo visto, no leyeron ninguno de sus libros ni de sus encíclicas posteriores, monumentales muestras de clarividencia espiritual y racional.

Juan Pablo, y vuelvo a lo anterior, entendió que su papel estaba en la Cruz porque, entre otras cosas, esa había sido su proclama papal y su experiencia vital, curtida en guerras, dictaduras y peleas con el poder temporal de sus coetáneos. Renunció al descanso final, al reposo merecido, a la decadencia silenciosa, al sufrimiento aliviado, todo ello en solidaridad con aquellos millones de fieles que le siguieron y le alentaron y que compartían los padecimientos del final del camino. Benedicto ha renunciado a la Cruz mediante un ejercicio cerebral y sencillo acorde con su vida y que exige una misma dosis de valentía. Un hombre que ha denunciado sin descanso el relativismo al que el mundo viene sometido por las tendencias actuales al relajamiento moral, donde todo da igual, donde todo importa poco en función del abandono existencial, reconoce que no es el hombre adecuado para gobernar una Iglesia que precisa del vigor que no puede brindar un hombre de ochenta y cinco años. No quiere ser un estorbo en la procelos a maquinaria vaticana y no quiere dejar el gobierno de la Iglesia en manos transitorias de efectividad cuando menos mejorable.

El mismo valor que mostró Juan Pablo permaneciendo arriba lo ha mostrado Benedicto descendiendo en un momento en el que aún puede valerse por sí mismo para tomar decisiones y renuncias. Sabe que sus días acabaron. Cuando se destruya su anillo se habrá destruido se relación con el mundo. No volverá a aparecer, ni a predicar, ni a teorizar. No deberá hacerlo, en cualquier caso, más allá de su diálogo privado con Dios. Quien es todo pasará a ser un recuerdo de aquél todo, sin mayor relevancia que los testimonios escritos de su portentosa solvencia intelectual. Ha resultado ser un excepcional Pontífice y su ejemplo final viene a rubricar una vida también excepcional al servicio del mensaje de Cristo.

 


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