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9 de febrero de 1999

La historia de Antonia


«Habremos de cambiar las leyes. Incluso puede que hayamos de cambiar los jueces»


Quizá no sea sólo la de Antonia; tal vez prolifere secretamente bajo el manto de tanto rostro callado y dolido. Tal vez no y quizá sólo sea la perla negra de todos los relatos cotidianos que nos asaltan cada día. Ignoro la frecuencia que pueda tener un caso así en nuestro entorno más inmediato. ¡Ignoro tantas cosas!

Antonia es madre de una joven que murió con apenas veintiséis años cumplidos. Su hija, madre a su vez, fue asesinada por su compañero sentimental hará unos ocho años de la forma más atroz que podamos imaginar. Una noche más de malos tratos, el asesino se acercó por la espalda cuando la joven estaba sentada en su sillón y la estranguló ayudándose de un cinturón. La niña de cuatro años estaba dormida en su cuarto, y afortunadamente, no se percató de que aquel animal estaba matando a su madre. Después de muerta, o tal vez moribunda, la violó repetidamente y llevó su cuerpo hasta la bañera donde le infirió cerca de veinte puñaladas. Asustado por la sangre quiso descuartizar lo que quedaba de ella y la sumergió en agua caliente. Ahí la dejo hasta que despertó la hija pequeña, de cuatro años, cuatro, en la hora habitual de ir al colegio. Ese hombre le dijo a la pequeña que su mamá se había ido a trabajar y la vistió y la lavó la cara en el mismo cuarto de baño en el que estaba su madre muerta oculta por la cortina de la bañera. Luego tomó todo lo que hubiera de valor y huyó.

Ese hombre fue detenido y juzgado. Y condenado. No obstante, Antonia, sin recursos económicos, no pudo encargar una autopsia paralela para dictaminar si su hija había muerto en el momento en que aquel salvaje la violó y la apuñaló. No crean que ese es un asunto de menor importancia. De haberlo sabido certeramente, un buen abogado hubiera podido utilizar el argumento del «ensañamiento» ante el Tribunal y éste haber obrado con la contundencia con la que ustedes obrarían si, llevados del sentido común, hubieran de enjuiciar un acto así. El repugnante abogado defensor, sin ningún tipo de vergüenza, utilizó el argumento carroñero y miserable de que la víctima «posiblemente se dejó matar» ya que era, por lo visto, tan alta como el asesino. Hay abogados mercenarios capaces de obrar así, ¡vaya si los hay! Antonia soportó, con su relajado abogado de oficio, un juicio en el que el asesino de su hija mostró todo su cinismo y toda su maldad, y vio cómo era condenado a quince años de cárcel por homicidio, no por asesinato y, evidentemente, sin la agravante de «ensañamiento». Bien, pues ese animal llegó a estar tan sólo cuatro años en prisión, con vis–a–vis incluidos. Acabados esos cuatro años obtuvo permiso para pasar fuera de la cárcel todas las horas del días a excepción de la noche, en la que debía volver a la celda a dormir. Eso sólo duró un año más, pasado el cual obtuvo la libertad condicional y una paga de la Generalitat de Cataluña de sesenta mil pesetas para «rehacer» su vida. Aún hay más: Antonia tiene que soportar que ese individuo se haya instalado en un piso a escasos ochocientos metros del suyo, teniendo que cruzarse muchos días con él y debiendo soportar el terrible hedor moral de esta situación.

Ya digo que puede ser un caso más entre muchos, semejante al menos al que, también, h protagonizado el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña al rebajar la pena de veintidós a quince años a un sujeto que golpeó a su mujer en la cara hasta desfigurarla completamente, la estranguló y la descuartizó, dispersando sus restos. En este caso, el Tribunal tampoco observó la agravante de «ensañamiento», lo cual va a permitir que este canalla esté en la calle dentro de,  a lo sumo, cuatro o cinco años. Sin más.

¿Quién se está equivocando aquí? O bien los legisladores establecen normas a la ligera, o bien los jueces carecen del más elemental sentido común. O bien estamos equivocados los que creemos profundamente injusto que el asesino miserable de una joven de veintiséis años pueda vivir, cuatro años más tarde, a la vera de una pobre madre atormentada. ¿Qué respeto esperan merecer los jueces y los legisladores que permiten que se den situaciones como la de Antonia? ¿Qué hace falta para meter en la cárcel durante los años que merecen a esa legión de cabrones que maltratan, torturan y asesina a sus mujeres? ¿Qué hace falta para que un juez decida que ha habido «ensañamiento»? ¿Quién es el que puede sancionar a un juez que decide barbaridades como estas? ¿Cómo es posible que, en lo que va de año, hayan muerto ya veintiocho mujeres como consecuencia de la llamada «violencia doméstica» y nadie aún haya considerado oportuno movilizarse, alarmarse, determinarse?

Habremos de cambiar las leyes. Incluso puede que hayamos de cambiar los jueces. De lo contrario, al menos, habrá que cambiar el léxico, la semántica, la redacción, la terminología. Todo, con tal de no ofender a la razón y al sentido común; no vaya a ser que, al final, lo único que entienden Sus Señorías los Magistrados por «ensañamiento» sea  lo de Gómez de Liaño con Polanco. Que bien capaces son.


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