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11 de noviembre de 2000

Garci, the one


José Luis Garci tiene la fortuna de hacer películas igual de bien que las explica, lo cual no es poco en un país en el que la gente teoriza más que resuelve. No debe de ser fácil, porque, además, Garci es hombre de apariencia normal, cotidiana, y con ese perfil ha bajado la mano izquierda y ha toreado hondamente con una historia de entonces, de cuando las historias eran historias y no sucesos, como ahora. Este cronista, quien suscribe, tan dado a lo inmediato, a lo coyuntural, ha sentido la necesidad de llevar su nombre a una columna de actualidad política y social porque cree que las emociones siguen cotizando poco y muchas veces se desdibujan tras la ventana de las cosas. Nada más extraordinario en la vida que ser ordinario. Nada más realista que retratar arrullos de mansa calma, dolores que resultan incógnitos y amaneceres que no mienten. Gente y esas cosas. De cuando la gente era gente y se les retrataba en el mismo blanco y negro que ha utilizado el cineasta para mostrarnos a un Iñaki Miramón (clavaíto, clavaíto a Pepe Borbolla o a González Ferrari, según) que es un maestro de tibias manos que ama a una Lydia Bosch hundida en ese luo anticipado que es la depresión, mientras el viento arrastra su calderilla de hojas y Juan Diego llega lo sublime como cura vocinglero y beberrón de aquella profunda España de la que surgían mujeres como la Gutiérrez Caba, de mirada larga y suspiro corto, que asegura que La Habana es esa ciudad que siempre tiene luz de domingo. Y Asturias, claro. Y abedules, y Navidad, y amores que se quedan a media caricia, como casi siempre, en la escena 24, que es la escena en la que le gusta vivir a nuestro hombre. Y el sabor de salir del cine habiendo masticado gente corriente con la lentitud de las cosas hechas a su amor. A Garci le ha salido la película de su vida y parece que no va a tener que pedir perdón por ello, lo cual no deja de ser una pequeña victoria anterior a las taquillas.

He’s the one.  Casi, casi, the only one.


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