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29 de diciembre de 2001

EL CAÑERO: Margarita y el ronquido


A los despropósitos habituales de los estupefacientes Cezón y López Ortega, genios inmarcesibles de la judicatura de cómic, habría que añadir la  aportación impagable que acaba de firmar en forma de sentencia, junto a dos lumbreras más, ese portento que nunca defrauda llamado Margarita Robles. Como ya deben saber, el Estado —es decir, usted, Margarita y yo— deberá indemnizar con 500.000 pesetas a un preso etarra o de su entorno, que consideró una tortura incalificable que le encerraran en la misma celda que un muchacho que roncaba y al que le olían los pies. No sólo lo consideró él, sino también Margarita, amiga de los vascos del PNV y gran seguidora —por lo visto— de Sabino Arana y sus teorías sobre el ronquido español.


Intolerable tortura esa. Intolerable. Lo pienso y se me abren las carnes.  A lo que no hay derecho, no hay derecho, aunque ese hombre hubiera matado a unos cuantos guardias o a sus mujeres o simplemente le hubiera quemado autobuses al bueno de Odón. Da igual; un Estado de Derecho debe garantizar la integridad de sus presos y no someterlos a vejaciones semejantes. Margarita ha estado rápida y nos ha hecho suspirar de alivio: ese dinero que le pagaremos entre los tres servirá para amortiguar el enorme daño moral que sufrió la criatura durante su encierro. Yo mismo recuerdo, sin ir más lejos, el tiempo de mili en Ferrocarriles que hube de compartir con un paisano al que no sólo le olían los pies y el aliento —que se asemejaba a una tortillas de ratas— sino que hacía de su ronquido el símil perfecto de un aserradero canadiense. ¡Que tiempo aquél en el que cantábamos, premonitoriamente aquellos de «Mar-gari-ta-se-lla-ma-mi-amor»! Pues digo que lo pudimos solucionar a medias, ya que lo echamos al pilón entre cinco y no le dejamos salir hasta que dejó de heder, pero con lo del ronquido no hubo manera, roncaba y roncaba como un búfalo agonizante. Al final nos acostumbramos a esa sierra neumática que era su garganta, pero pasamos unas cuantas noches espantosas Y, dígame, Doña Margarita: ¿no habría para mí unos cuarenta mil duritos? Que lo que yo pasé pa mí se queda y al fin y al cabo allí me envió el Estado a servir a la Patria. Claro que yo no soy ni de ETA, ni del PNV, ni he matado a nadie; por no ser, ni siquiera soy vasco, pero a algo tendré derecho, digo yo, ¡Cuánto alivio siento cuando recuerdo que en manos de Margarita estuvo, durante el mandato del clarividente Belloch, nada menos que la Seguridad del Estado! ¡Cuánto añoro aquella tranquilidad!


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