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15 de mayo de 2020

Ciudadanos en su espesura


A Sánchez, conviene no olvidarlo, le interesa el estado de alarma

Subestimar al virus es una espléndida forma de brindarle el campo necesario para campar a sus anchas. Quiero comprender a los sanitarios que se desesperan ante determinados comportamientos sociales o particulares. Toda una jornada en un hospital invita a ver con espeluzne a una serie de ciudadanos abrazándose en torno a unas cervezas en cualquiera de la terrazas abiertas. Si a lo largo de estos próximos diez días el virus rebrota y los contagios se multiplican, con la consiguiente sobreocupación de los centros sanitarios, temblarán las estructuras sobre las que se asienta el desconfinamiento, cosa que nadie quiere ver pero que figura entre los escenarios posibles. No sé si probables, pero sí posibles. El dilema entre salud y economía sobrevuela la mayoría de debates actuales, que son muchos y muy variados en el senado de las cosas de España: sin salud no hay economía, evidentemente, pero sin economía, a la larga, tampoco hay salud. Hay quien es partidario de lanzar, con todas las prevenciones contemplables, la acción de los agentes económicos y hay quien sigue advirtiendo que comportarnos como hace unos meses es invitar al virus a su fiesta de fin de curso. Y en ese bucle estamos.

Dicho lo cual, hay ciudadanos que sienten indisimulable irritación ante la acción del Gobierno y quienes consideran que el memorial de agravios de diversos colectivos y territorios no hace sino crecer a medida que pasan las horas. Estar gobernados por Sánchez, con la inestimable ayuda de Iglesias, es la perfecta garantía de que todo drama es posible y más si el Gobierno consigue el plácet del Congreso para alargar durante un mes el estado de alarma. A Sánchez, conviene no olvidarlo, le interesa el estado de alarma no tanto para confinar en sus domicilios a los españoles, sino para poder actuar a sus anchas en el escenario soñado por un Gobierno sin controles: decretar, intervenir y no responder, el sueño de todo autócrata. Sánchez, y no digamos Iglesias, sus sosias, su otro yo, el reverso de su misma moneda, aspira a yugular toda oposición existente, la política -para lo que cuenta con insospechados aliados de reciente hora- como la mediática o la ciudadana. El virus al que decía que no hay que subestimar, es un inesperado e involuntario aliado de los sueños húmedos de la izquierda radical, a la que Sánchez yo no sé si pertenece ideológicamente pero a la que se ha sumado con un entusiasmo que desdice a quienes aseguran que alberga un alma liberal oculta entre los tics totalitarios y excluyentes que no consigue disimular. El virus ha permitido mostrar, con la excusa de la lucha por la salud general, al sectario excluyente que alberga en sus discursos huecos y en su incapacidad congénita para la convivencia con, cuando menos, la mitad de España. Ha reducido el escenario político español a un binomio simplista y perverso: unos están conmigo perrunamente y los demás son una partida de fascistas. Los que no están de acuerdo con cada medida tomada por mi gobierno son fascistas. Los que discuten mi derecho a la autarquía son fascistas. Los que se manifiestan con banderas o cacerolas son fascistas (España, país europeo en el que no puedes exhibir su bandera pero sí puedes quemarla). Los que creen que cada día que pasa es una pérdida de garantías democráticas son fascistas.

El virus da vueltas en el escenario español como si estuviera subido en un tiovivo. Y es la excusa perfecta que algunos encuentran para establecer alianzas insospechadas buscando una salida de la espesura. El estado de alarma va a seguir, no sé si un mes más, merced a que un grupo político como Ciudadanos va a apoyar a Sánchez. Puede que cambien de opinión, pero de momento, no niegan su rendez-vous. Tal vez subestimen a sus votantes. Y al virus.


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