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14 de julio de 2005

Carmen Sevilla, la última víctima


De repente, no se sabe por qué, una serie de mamarrachos se pone de acuerdo para poner de vuelta y media a alguien.

Es una especie de generación espontánea; uno abre la espita y otros empiezan a encender cerillas.

No es necesario que esa persona excite comentario alguno con su comportamiento: alguien se da cuenta de que en algún rincón hay un personaje al que no se le ha rozado durante años y dice “vamos allá, a por él”.

Algo así ocurrió con Félix Rodríguez de la Fuente, fallecido hace veinticinco años y respetado y querido por quienes recuerdan su obra monumental.

Quizá por falta de cosas que hacer o de presas a las que echar el diente, los profesionales de la carroña se dispusieron a despedazar y repartirse la pieza en una impresentable merendola de hienas.

La cosa se cortó a tiempo y no fue a más en cuanto alguien exhibió los impresos de las querellas.

Pero otros no han tenido esa suerte.

Carmen Sevilla, una de las actrices más queridas de la historia del cine español y uno de los personajes que cuenta con mayor calor popular, se ha visto sin comerlo ni beberlo en medio de un tiroteo absurdo y maloliente en el que, como casi siempre, más tiene que callar el que más habla.

Un hatajo de ociosos ayatolás se ha lanzado sin que venga a cuento sobre ella.

Sin ningún tipo de explicación ni consideración, han empezado a elucubrar acerca de asuntos que ella jamás ha exhibido.

No tiene sentido.

He tenido la fortuna de conocer bien a Carmen Sevilla a través de largas conversaciones para la confección de sus memorias y jamás en dos años intensos de trabajo he conseguido que envenenara comentario alguno sobre sus contemporáneos.

Y que conste que lo he intentado, incluso le he sugerido que no siempre se puede ser beatífico.

Pero ella prefirió pasar por alto determinadas pendencias y no abrir heridas innecesarias.

Todo lo contrario de los que ahora establecen absurdas hipótesis sobre el tiempo en el que conoció al hombre de su vida, Vicente Patuel, a quien tanto amó y con el que compartió años difíciles pero apasionados.

Que a estas alturas, con Vicente en el recuerdo desde hace años --si estuviese vivo ninguno de estos pájaros se atrevería a abrir la boca--, remuevan escarceos sin fundamento; es absurdo, cuando no malvado.
Pero le he asegurado a Carmen que esto igual que empieza se acaba.

En cuanto pillen otro tema, se olvidarán de ella.

No hay que darle más importancia.

Hay que forrarse de titanio, eso sí.

Tranquilidad, que no hay mal que cien años dure.


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