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26 de mayo de 2005

Nuestra Lola merece respeto


Las biografías de los personajes históricos merecen ser completadas, sí.

Una vez amortiguado el dolor de la desaparición de seres humanos de grandiosidad contrastada, pueden incorporarse, con respeto y precaución, elementos de su vida que nos hagan comprender las coordenadas con las que se movían por el mundo.

Sin embargo, nada de lo antedicho se cumple o se ajusta a la realidad de lo que estos días se ha escenificado a cuenta de los amores íntimos de la inalcanzable Lola Flores. Nada.

Las declaraciones del bailaor que afirma haber mantenido relaciones íntimas e intensas con la artista jerezana tienen un trasluz meramente mercantil que escapan al proceso biográfico.

De lo que se ha tratado –y así lo ha confesado el propio declarante– ha sido de ganar un dinero que alguien necesitaba y que otro ofrecía a cambio.

Ése, según el modesto entender de este cronista, no es el mejor camino.

La vida pasada de los que ya han muerto pertenece a quienes compartieron con ellos esa vida y las aventuras consecuentes, pero también pertenece a más personas y ninguno tiene derecho a reescribir episodios que el interesado prefirió guardar.

Nada añade sobre los perfiles públicos de Lola que mantuviese una relación con un hombre que, ciertamente, parecía amarla intensa y fielmente durante muchos años.

Si esa circunstancia no se conoció públicamente –en privado la conocían más de uno y de dos, pero el respeto cerraba bocas– no tiene por qué conocerse ahora.

Y menos por dinero: la fidelidad al amor ahora aireado merecía un silencio prudente.

A pesar de lo ocurrido, de lo dicho, de lo comentado, de lo escuchado todos estos días, la figura de Lola –eso es lo más grande– no se ha visto ni siquiera rozada.

Continúa siendo mayúscula, inalterable, gigantesca.

El declarante no es millonario pero podrá vivir unos años de este enjuague.

La familia, en cambio, podrá vivir el resto de sus vidas blandiendo el recuerdo de su madre con la tranquilidad de saber que éste está por encima de asuntos ciertamente menores.

La relación de la artista con quien fuese no invade por un solo momento la trascendencia histórica de un terremoto humano del que conocemos muchas cosas y suponemos muchas otras.

Ninguna sospecha, por lasciva que sea, altera los equilibrios elementales que dejó escritos una mujer que no pasó por la vida con el ánimo de dar lecciones morales a nadie.

Llegó, amó, fue amada, exprimió la vida en luchas, desgarros y placeres y, tras una pelea a sangre y llanto, murió entre la pasión de propios y extraños.

Con eso no puede ningún apaño supuestamente impactante.

 


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