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10 de marzo de 2005

Aquellos trenes nos siguen pellizcando


Trenes de miedo y furia.

Trenes de silencio y pena.

Trenes de sangre derramada.

Trenes abiertos por su vientre de hierro.

Hombres y mujeres, un año después, vivos en las verdes majadas del recuerdo, hechos humo de la memoria inquieta, digna, rabiosa de los viandantes del horror.

Que doblen las campanas por ellos y por nosotros ahora que ellos sólo son espíritu y nosotros sólo desconcierto.

Cuando cruzaron las frías mañanas de marzo, aquellos trenes iban atestados de pequeñas grandezas cotidianas camino de su todo o su nada: ojos de sueño en unos, ansia de lucha en otros, pesadez de las horas, costumbre del camino, la mirada de aquellos puesta en el paisaje recién despierto en sus primeras luces, la de éstos en la tinta fresca o en la ensoñación de una hora atrás.

Al poco, el estruendo, la sangre, la muerte, la huida, el grito.

La nada.

Miedo de relojes hoy, un año después.

Miedo de campanas.

Tren de marzo otra vez, con su recorrido idéntico y su estremecimiento consecuente.

Y los nombres de todos ellos escritos en la bandera ondeante de la justicia.

Madres y padres, hijos y hermanos encogidos de nuevo cuando den las siete en los medidores del tiempo de tragedia.

Mares de lágrimas, desiertos de arena en las gargantas, solejares de silencio en las ausencias.

Bosques de árboles secos, cicatrices serpenteantes por territorios esponjosos, otoño severo en la primavera por estrenar, miseria de conflictos estúpidos, grandeza de penas a medias entre unos y otros.

Todos fuimos heridos en Atocha una mañana en la que sólo habían despertado ellos y sus asesinos.

Cruzaba el aire un rugido fétido de muerte, alimentado en meses de negra espera: ¿Cuándo?, ¿por qué?, ¿cómo?

Las preguntas, pasados doce meses, nos asaltan a medianoche en la soledad de un cuarto oscuro y hacen que nos incorporemos de golpe para palparnos la carne viva y la carne ausente, las dos carnes que, como materia y antimateria, nos conforman por entero.

Un estruendo salvaje que abrió las puertas del infierno se los llevó de un manotazo seco y sucio.

Quedan en el entrecortado sollozo de los suyos y en la amargura diaria de quienes reparan en los que se han quedado dramáticamente solos.

Y los que quedan a medias no soportan el silencio atronador del grito último.

Ni yo, ni usted.

Los trenes siguen pellizcando el hierro de los raíles torcidos en que se convirtieron nuestras vidas y las suyas.

Especialmente las suyas.

Ya no serán iguales los trenes ni aquellos cuerpos tibios con el amanecer a medio escribir.

Nuestros sueños se han hecho fugitivos mientras sus almas violadas siguen el releje que les lleva adonde habitan los justos.
 


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