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24 de febrero de 2005

La boda de Raquel nos deja huérfanos


Llevo dos semanas como para no salir de casa: los pocos mitos que me van quedando se están comprometiendo con otros muchachos.

Leticia Sabater, tan explosiva y vivaracha, ha sido vista paseando con Julio Aparicio, el deslumbrante e intermitente torero sevillano, lo cual me llena de la razonable zozobra por saber que una de mis ensoñaciones más vaporosas ha elegido a otro.

Pero es que ahora voy y me entero de que Raquel Mosquera, la hembra mayúscula, la molicie turgente, la curva tozuda, la exuberancia perpetua, se ha casado en Madrid con un señor venido del más allá.

La boda se ha efectuado en un castillazo de las afueras y DIEZ MINUTOS le informa de este hecho.

Yo todavía no he comprendido cómo los principales periódicos de nuestro país dedicaron sus titulares al referéndum europeo antes que a la boda de la mejor peluquera que vieron los siglos.

Se está perdiendo el criterio en la prensa española.

Ella, la sonrisa rolliza, la mejilla en permanente sonrojo, la exuberante y derrochadora libido, ha decidido dejarnos huérfanos a todos los enanitos que la seguíamos por el bosque tocándole la cítara –que es un instrumento musical y no lo que ustedes están pensando--, y lo ha hecho con singularidad: ha escogido a un joven africano de nombre Toni, que promete grandes momentos, en lugar de casarse con un registrador de la propiedad de Orense.

Bueno ¿y qué? Lo que lamentamos sus admiradores airados es que Raquel se haya casado con otro, no que sea de aquí o de allí y que sea más moreno que blanco o más verde que azul.

La jugada es que se haya casado después de haber ocupado la humedad de nuestros sueños imposibles y que lo haya hecho con nocturnidad, escapando de los objetivos no oficiales y entrando en la fiesta por la puerta de la cocina para no ser vista.

No y mil veces no: nuestra diosa merece la pasarela de la gloria alfombrada de pétalos de tulipán.

¿Qué es eso de evitar el foco de la historia? Sólo queda la incógnita del futuro, saber si la vida de Raquel va a seguir esculpiendo efigies posmodernas en las cabezas de sus clientes o va a envolverse en el misterio de los divinos y apartarse de este valle de lágrimas en que ha convertido el jardín en el que pastamos sus seguidores.

Otro, que no somos ninguno de nosotros acaricia sus cabellos en tardes de lluvia y piano.

Nos queda la soledad creativa, el suicidio masivo o la mera resignación.

La melancolía, en suma.


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