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3 de febrero de 2005

Unos premios con mucho mar


Pues le faltó uno para que obtuviera el pleno previsto.

¿Sólo ha existido “Mar adentro” en el cine español del último año?

En los Goya sin pega ni pegatina, Amenábar hizo gimnasia paseándose triunfalmente de la platea al escenario: cuando no era él, era el tramoyista, el actor, la actriz, el montador, la maquilladora… menos el director artístico, que fue para el “Tiovivo” de Garci, lo demás se lo brindaron a la película por excelencia del cine español.

Tan por excelencia que parece no haber otra.

Así se lo olió Almodóvar, que no tuvo, ni por asomo, intención ninguna de aparecer.

Como Garci, como Saura.

Sí apareció Rodríguez, el presidente, y su esposa, Sonsoles, no se sabe si a dar las gracias por apoyos anteriores o a asegurar futuros apoyos en forma de subvención después de saber que la crisis de espectadores del cine español se debe, según la superministra de Cultura, a la “política hostil del PP”.

Una reivindicación que tenía que ver con la piratería fue la única llamada a la batalla contra el mal, tan propia de los cineastas.

Qué lástima; con la de injusticias que se viven a diario en el mundo.

La gala en sí, más allá de lo redundante de los premios, ganó en agilidad, lo cual es de agradecer.

Un espectáculo que dura tres horas, realizado desde esa cierta superioridad moral que tienen los intelectuales creadores, y basado en besos y agradecimientos familiares se hace algo pesado.

Sin embargo, el ritmo que el gran Resines --un clásico ya, un futuro Goya honorario, un buen tipo-- le imprimió al sube y baja y al coge y vete, hizo digerible el trámite de la emoción y la entrega.

Lo demás fue correcto pero tirando a normalito, sin grandes aspavientos.

Ya sabíamos que la historia de Sampedro era lo más prodigioso, a ojos vista, de la industria española que se había cocido durante el año, con lo que no sospechábamos que fueran a premiar al políticamente incorrecto Garci con los Goyas que pueda merecer su extraordinaria película.

Cada cosa en su sitio: Amenábar tiene un fresquísimo talento y su película es, sencillamente, magistral, igual que las interpretaciones de los actores o el maquillaje de éstos; Almodóvar, tres cuartos de lo mismo.

Pero no hubo color y, al no haber color, parece que el resto del cine español merece pasar desapercibido.

Entre ese detalle y la obsesión del realizador por retratar cada dos minutos a la ministra de la cosa cultural, la fiesta resultó un tanto anodina: sobresalió, como era de esperar, el afecto mostrado al premiado honorífico, José Luis López Vázquez.

Sus palabras de recuerdo al recién desaparecido Agustín González resultaron conmovedoras.

Un año más, la gran familia del cine español se miró a sí misma.

Tengo la sensación de que no acabó de reconocerse.

Aunque, eso sí, puso buena intención.

 


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