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20 de enero de 2005

La alegría y el dolor del cine español


A la par que Amenábar levantaba el Globo por el que le han reconocido el talento en el mismo centro de Jolivú, fallecía en Madrid uno de esos personajes que nos han acompañado durante años y años.

Agustín González era el más joven de los tres actores que tarde a tarde mostraban su sabiduría escénica en un teatro de Madrid.

López Vázquez y Alexandre han visto fallecer, con las botas puestas, a uno de esos compañeros con los que han escrito media obra fílmica de España: ¿Cuántas películas han hecho juntos los tres? Se me escapa la cuenta.

Son, a su modo, historia de España.

Agustín, desde su acusadísima forma de actuar, de marcar las palabras, ha estado en nuestras vidas mucho más que alguno de nuestros familiares.

Usted lo ha visto más a él que a algunos tíos carnales, seguro.

Agustín ha sido uno de esos actores de campo que no han tenido más método que su inspiración y su experiencia: cuando un actor acaba interpretándose a sí mismo es que su personalidad ha podido tanto que le ha ganado la partida a los personajes.

Lo ha respetado la profesión y lo ha querido el público, aunque siempre haya tenido que torear con los personajes más excéntricos.

Único, en una palabra, González representa lo mejor de nuestra escena.

Los que quedan de su generación de blanco y negro lo saben. Y lo lloran.

Otros toman el relevo, aunque nunca nada será igual.

Llegará un día en que de Javier Bardem se dirá que ha sido el gran actor de varias décadas, y no pocos jóvenes de hoy considerarán que forma parte de sus vidas.

Bardem será el gran actor internacional de España, si no lo es ya, y andará entrelazado a la memoria de todos, aunque en su carrera no conste la presencia constante en la televisión con la que contaron anteriores generaciones.

En la próxima gala de los Oscar puede que sea premiada, de nuevo, “Mar adentro”, un filme que tiene tanto mérito técnico como discutible fondo editorial, pero que, independientemente de la fidelidad al caso histórico que quiere reproducir, está confeccionada con un lenguaje cinematográfico excepcional.

Tanto, que ya se ha cobrado algunos premios de relumbrón.

Bardem puede pellizcar, también, el filo dorado de una estatuilla.

No es mala carrera para alguien al que no se le puede considerar ni mayor ni excesivamente veterano.

Es la cara y la cruz.

El adiós del que encarnó la cotidianeidad del teatro y el cine en una España que iba despertando y el hola de quien escala a la cumbre de un país mezclado con los más premiados del mundo.
 


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