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5 de agosto de 2004

Maestro Rivera Ordóñez


Francisco Rivera Ordóñez conoce de cerca la muerte. De hecho, pasa por su vera cada vez que un toro responde a la llamada de su muleta.

Es una sensación que lleva implícita la contradicción del placer y del miedo: pasa la vida en negro igual que pasa el peligro; pasa la gloria y, a la par, la ruina; pasa la amenaza y, con ella, la alimenticia excitación que brinda mandar y ser obedecido por un animal bravo y corajudo.

Conoció de cerca la muerte siendo un niño al que un toro inesperado le robó el aliento torero de un padre.

Quienes conocimos y admiramos a Paquirri llevamos prendido en la fotografía de la memoria inquieta el lance de muerte con el que se despidió de la vida, con lo que cuánto más lo llevará él, que aún siendo un niño supo pronto lo que es entregarla por un absurdo tropel de descalabros y desgracias.


Difícil eso de sortear pitones afilados mientras en la calle suenan voces corraleras de unos pocos lenguaraces

 
La ha vuelto a conocer ahora, al ver borrarse el perfil agitado de su madre después de unos cuantos años inquietos y extravagantes, en los que ha debido compaginar su vida con la de no pocos arribistas mientras lanceaba con voluntad la embestida de las cosas y los toros.

¡Difícil eso de sortear pitones afilados mientras en la calle suenan las voces corraleras de unos pocos lenguaraces! La misma tarde en la que un ataque irremediable se cobraba la vida de quien lo parió tenía que matar dos toros en no recuerdo qué plaza.

No lo hizo, evidentemente; pero supo que lo tendría que hacer muy pronto, ya que ser torero significa lo que significa y en cada uno de sus sueños aparece, antes o después, el papel firmado con el destino que tienen guardado todos los que se visten de oro.


Al torero Rivera Ordóñez habrá que ir a verlo por lo que es, juzgarlo por lo que haga y aplaudirlo o censurarlo en consecuencia

 
Lo hizo en Valdepeñas y otra vez vio la muerte de frente y otra vez la engañó, con el agravante de que en los tendidos no se citaron sólo los ojos de quienes ven a un torero y a un toro danzar el tango de la lidia, sino los de muchos aficionados que lo vieron asomado a la barandilla de una vida agitada por las inclemencias.

Los que nos resistimos a ver la muerte del toreo, seguimos creyendo en la grandeza de un arte que no puede permitirse la ligereza de ser visto con ojos de cotorra: al torero Rivera habrá que ir a verlo por lo que es, juzgarlo por lo que haga, y aplaudirlo o censurarlo en consecuencia, y no buscar en el fondo de sus ojos los perfiles desdibujados y morbosos de la tristeza.

Aparten sus manos de la fiesta y dejen a un hombre solo ante una fiera, que él sabrá qué hacer. La temporada sigue en pie, maestro. El toro le sigue esperando y no valen excusas. Hay que triunfar. Y usted, que ya ha visto morir mucho, tiene la irremediable obligación de estoquear al infortunio.
 


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Comentarios 1

09/08/2004 9:40:35 sara lópez
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