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Diez Minutos
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29 de julio de 2004

La máquina de Carmina dijo basta


Como supusimos en la edición de urgencia que DIEZ MINUTOS situó en la calle a las pocas horas de la muerte de Carmina Ordóñez, un fatídico fallo cardíaco se llevó la vida más conocida y exprimida de todas las protagonistas de la información rosácea.

No murió porque se cayera, sino que se cayó porque se había muerto un segundo antes; y todo porque la máquina dijo basta. Años de producción al límite abocaron a que ésta acabara atascándose. Pastillas y más pastillas.

Excitaciones y más excitaciones, unas endógenas y otras, bastantes, exógenas. Antes o después, la musculatura lisa que alimenta todo el resto del organismo pasa una factura imposible de cobrar.

Tras ello, hemos asistido al despliegue mediático más asombroso de los últimos años: un inocente extraterrestre no alcanzaría a comprender tanta tinta y tanta cinta para glosar la muerte de una persona que, en puridad, no había hecho nada.

 Conocí poco a Carmina, pero sí lo suficiente como para darme cuenta de que era, con todos sus errores, una buena persona

Sin embargo, así ha sido; Carmen era conocida por ser famosa, o era famosa por ser conocida. Todo se sabía acerca de su existencia: lo que ella contaba y lo que los demás añadían.

Ése era su principal medio de vida y el medio de vida, también, de muchos que se acercaban a ella para aprovechar el tirón y vivir del cuento.

Se ha hablado hasta la saciedad de su generosidad directa, aquella que hacía posible que no pocos obtuviesen comida caliente cada día, pero habría de hablarse también de la indirecta, la que permitía que se instalasen en el negocio a otros tantos que chupaban rueda de su popularidad.

La conocí poco, pero sí lo suficiente como para darme cuenta de que era, con todos sus fatales errores, una buena persona. Equivocada desde la A a la Z, pero buena persona, afable, cordial, desprendida.

Cuando uno muere como consecuencia del desbarajuste de una vida sin excesivo tino, no resulta digno hurgar en las heridas

Un error de elemental inconsciencia le hizo llegar demasiado lejos en el comercio de su intimidad: los malos tratos no se denuncian en un programa de televisión, sino en un juzgado.

Pero a estas alturas ya importa muy poco; cuando alguien muere como consecuencia del desbarajuste de una vida sin excesivo tino no resulta digno hurgar en las heridas de los que quedan recordando los errores el pasado. No hay que elevar a nadie a los altares innecesariamente, pero tampoco aprovechar un deceso para levantar el dedo y apuntarse al "ya lo decía yo".

Poco importa que se comportara como se comportara cuando uno se conmueve ante las lágrimas desconsoladas de su hijo Julián. Quienes la quisieron como él, hoy lamentan no haber dispuesto de más tiempo para ayudarle a encontrar el equilibrio. Merecen nuestro respetuoso silencio.
 


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