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15 de julio de 2004

Windsor y Spencer, pelillos a la mar


Con la cansina flema con la que se manejan los británicos por la vida se acaba de escenificar la reconciliación de dos familias separadas por un matrimonio, ahora que, paradójicamente, ya no existe unión alguna.

Los Windsor y los Spencer casaron al hijo de los primeros, de profesión Príncipe, con la hija de los segundos, de profesión sus tribulaciones, en una ceremonia de la que habló medio Londres y buena parte del resto del mundo civilizado.

La unión no cuajó lo que debiera y, poco después de casarse, cada uno iba en dirección opuesta al otro desde el mismo momento de levantarse: el Príncipe, a por la inexplicable aventura que sostenía con una dama surgida de una fábrica de pesadillas, y la atribulada, a por un par de deportistas disfrazados de militares o a por un par de militares disfrazados de deportistas, que no sé.

No hubo día en que dejasen de saludarse con esa caída de ojos tan británica, con la que te dan a entender que te odian

Cuando la tragedia se hizo carne mortal en la vida de la titubeante esposa, el medio Londres que faltaba descubrió que la turbadora muchacha no pasaba de ser una inestable muñequita y comenzó a encontrarle insospechados atractivos a la amante espantosa, la cual acabó haciéndose un sitio en palacio, más allá del inodoro que le habían asignado.

La cosa entre los Spencer y los Windsor quedó tirante y no hubo día en que dejasen de saludarse al coincidir en el puesto del pescado o en la ópera, con esa caída de ojos tan británica, con la que te dan a entender que te odian.

El Príncipe siguió a lo suyo, a ella, y los deudos de la muchachita rubia quedaron llorando unos sobre la tumba y cobrando otros la entrada para presenciar el quebranto.

El peor de los tragos –levantarse con aquel orejudo que se iba tras su feísima amante– se lo llevó ella, además del de morirse, claro

Finalmente, como no podía ser de otra manera entre dos buenas familias, acabaron las rencillas.

Los de él y los de ella, sin tampoco caer en la grosería de los abrazos, han escenificado una reconciliación: una fotografía en la que no tienen que esquivar los escupitajos del otro ha hecho saber que pelillos a la mar.

Nada dice que, en su tumba, no se esté revolviendo la joven que acabó su vida en una estúpida carrera tras creer haber encontrado al hombre de su vida, un egipcio que ni era deportista ni militar pero que estaba loquito por ella.

El peor de los tragos –levantarse con aquel orejudo que se iba tras su feísima amante– se lo llevó ella, además del de morirse, claro, pero a los que lloraron su muerte y miraron con recelo al enemigo conyugal no se les puede pedir odio eterno. Vamos a llevarnos bien, todo lo que haya que llevarse, habrán dicho ambas partes.

 


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