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8 de julio de 2004

Marlon, no hubo otro y no lo habrá


Cuentan los sabios del cine que con el huraño y malhumorado Brando se va el actor referencia del siglo, el icono más representativo de un oficio lleno de genialidades y medianías, de personalidades asumidas y de vidas ajenas llevadas a la propia.

Mi crítico cinematográfico de cabecera, Rafa Fernández, inusualmente poco pedante para lo que es el sector, me dice que Brando ha sido el mejor y que el aura de maldito y cabrón que le ha acompañado siempre no ha hecho más que agrandar una leyenda a la que tendría acceso sólo por sí mismo, por su método, por su intensa categoría artística.

Su tumultuosa vida, llena de desastres personales, ha venido a ser una película paralela llena de tanto o más dramatismo que las historias que llevaba a la pantalla: no se sabe con exactitud cuántos hijos se le pueden adjudicar, cuántas mujeres, cuántos enriquecimientos y cuántas ruinas.

Brando, compañero de mitos prematuramente muertos, perduró contra su voluntad. No cesó en su deseo por autodestruirse

Sólo se sabe que pasaba de la danza al crimen con la misma facilidad con que en la pantalla interpretaba a un delincuente o a un santo. Precisamente en ese tránsito anidaba su autodestrucción.

Brando, compañero de mitos prematuramente muertos, perduró parece que contra su voluntad, pues lo que de él nos queda en la retina instantánea de urgencia es el deseo de autodestruir la estatua gigantesca que el mundo le hizo.

Después de cada una de sus películas, crecía el mito hasta cimas incontestables. Tras cada tropezón que machaconamente insistía en regalarse, se instalaba en la leyenda de los malditos, que es el lugar en el que más cómodamente crecen.

Si Brando hubiese sido un ejemplar padre de familia, un cumplidor de los preceptos cristianos de su comunidad...

A un actor tan salvajemente intenso le pega una vida de película, un aire de atormentado perdedor buscando su muerte

 Si Brando hubiese sido un sagaz inversor de sus caudales y un paradigma del ciudadano socialmente responsable, hoy, a su muerte, no se leerían los vítores dolientes de tantos escribidores.

A un actor salvajemente intenso como él le pega una vida de película, un aire de atormentado perdedor que va buscando su propia muerte de desencanto en desencanto.

James Dean también se convirtió en mito gracias no sólo a su potencial dramático, sino a convertirse en icono de un tiempo muy concreto y a morirse en una alocada carrera a ninguna parte.

Brando, muerto inexplicablemente tarde para como vivió, agiganta su bárbara dimensión artística desde el momento que es capaz de echar a perder su propia vida. Dicho lo cual, coincido con Rafa Fernández en que no hubo otro y no lo habrá.

 


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