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11 de marzo de 2004

Masacre terrorista


España conoce de largo el dolor. Ha convivido con él esporádicamente, en contiendas civiles, en penurias económicas, en injusticias puntuales, en sordos episodios dictatoriales. Y también lo ha conocido en años de paz y democracia en los que el terror se ha presentado a la hora de desayunar.

Ese terror de cada mañana, de cada coche bomba, de cada tiro en la nuca, se ha precipitado de nuevo sobre nosotros con la estruendosa llamarada de una masacre calculada, indiscriminada, feroz.

España, una vez más, ha llorado a los suyos con esa rabia que no consigue aplacar la costumbre y, lejos de mirar para otra parte, le ha pedido explicaciones a la vida.

Doscientos héroes anónimos, trabajadores de lo cotidiano, han saltado por los aires por la fuerza de la ira sin que tuvieran tiempo a preguntarse qué habían hecho ellos para merecer un trasiego sangriento y explosivo hacia la muerte.

200 héroes anónimos han saltado por los aires por la fuerza de la ira sin que tuvieran tiempo a preguntarse qué habían hecho ellos

Tras ello, el dolor de siempre. Tras ello, la cólera, la solidaridad. Y el voto. Y, también, la larga soledad que se anuncia para los vivos a los que la muerte les robó a los suyos: ¡qué solos os quedáis cuando se apagan los ecos del enojo!. Una síntesis de España voló por los aires y otra síntesis de esta vieja Nación salió a la calle a arañarle la cara al destino y al infortunio en la esperanza de que sólo nos queden tiempos de beso y no de grito.

Pero hoy, visto el panorama al que se asoma el mundo, visto el menú de la furia y la fiereza que anuncian los oráculos, teme que nuestro destino sea convivir con esa extinción aleatoria con la que el destino juega a la lotería con nosotros.

Fueron ellos, pero podríamos haber sido los que quedamos aquí, y cambia muy poco la muerte de los muertos en función de quién sea el que asesine: que nos lo digan las familias de aquellos que viajaban en un tren el día señalado por las municiones de los criminales.

Mañana, cuando cedan las lágrimas y vuelva esa injusta primavera del olvido habitará la ausencia en cientos de corazones: por esa simple razón no hay que permitir que la infamia quede arrinconada en los pliegues menos visitados de la memoria. Nuestra solidaridad sólo será cierta si cada uno de los asesinados se queda a vivir en ese vaporoso pero cierto territorio del recuerdo, si su leyenda es revivida día a día desde el convencimiento de que formaban parte de lo mejor de nuestro país, si viajamos con ellos a diario por las vías férreas del desconsuelo. El tren de la muerte debe quedar siempre aparcado en las cocheras de nuestros corazones. Nuestro compromiso de españoles de bien así nos lo exige.


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