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2 de noviembre de 2007

Café de Chinitas, ambigú del Arenal


El evocador nombre de Café de Chinitas corresponde a un local malagueño que el imaginario colectivo cree que debió de estar abierto muchos años más de los que, en realidad, hace que se cerró. En su seno, allá en el pasaje que ha llevado su nombre, toda la golfería y el flamenqueo de la Málaga que va desde mediados del XIX hasta el final de los treinta se dieron cita para escribir floridas páginas de arte escénico y también de escándalos no sólo escénicos. Antonio Chacón y Juan Breva rivalizaron por malagueñas en las maderas del teatrillo, al igual que lo hicieron La Trini, La Macarena y La Juana y al igual que se vio nacer a los nombres que habrían de estremecer a varias generaciones de aficionados: Manolo Caracol, Estrellita Castro, Juanito Valderrama…

Todo lo que hubo, pasó por allí. Y todo lo malo que había de traer el puerto vecino también recayó por el café cantante. Trifulcas, navajeos, pendencias y mucha literatura –García Lorca lo inmortaliza cuando hace encontrarse a Paquiro y a su hermano en un velador del café– provocan que todas las autoridades que se fueron sucediendo intentaran cerrar aquel templo; quienes lo hicieron fueron las del año 37, tiempo de agitación y tragedia para Málaga que hizo que no se prestara demasiada atención al hecho en sí. El caso es que ahí quedó.

Con los años se remodeló el pasaje, la plazoleta, hasta aparecer como es hoy y bautizada como tal. El nombre mítico ha sido utilizado, no obstante, muchas veces y para muchas cosas, bien para hacer películas, bien para abrir restaurantes: pronunciarlo parece evocar un tiempo excesivamente mitificado en el que una botella de machaco y un buen cante podían rellenar una noche entera. El último reaprovechamiento ha sido teatral y se da en el ambigú del teatro Arenal de Madrid. Un grupo de excepcionales artistas ha recreado la mejor copla y el mejor teatrillo con el desnudo pero pletórico acompañamiento de piano y guitarra en una inolvidable hora y tres cuartos de recital íntimo, de verdad cercana, de toreo a cuerpo. No es fácil escuchar copla andaluza, española, con la hondura que proporciona un teatro de dimensiones de ambigú. Sentarse ahí y dejar que la poderosísima Eva Santamaría electrice con cada palabra cantada, con cada tragedia declamada, con cada intención deletreada es recuperar la mejor tradición de un estilo que ha conmocionado mucho a muchos durante mucho tiempo. ¿Dónde estará la razón del poderío? El poderío no es más lloro, más golpe de pecho, más esfuerzo. No es concebir este arte como una permanente caricatura. Se entiende lo que es cuando se escucha a esta portuense abrir el compás de la voz para dejar ver cómo la sangre tiñe la palabra. En la garganta de Eva se crían limones verdes y en su mirada se entrevé el aire de barquito de vapor que la abriga. Rafael Rabay, el gran maestro, toca el piano como el que escribe cartas de amor a plumilla. Y si María Salinas conmueve, Carlos Vargas maravilla entre otros magníficos artistas con el manejo primoroso de una voz elegante y distinta. El espectáculo también es sainete de los Álvarez Quintero y ahí está para ello el mejor galán que soñaron los hermanos de Utrera para protagonizar El cuartito de hora: Máximo Valverde, cuerpo de madera bondadosa y golfa. Es una representación acalorada de todas y cada una de las pasiones que han definido el estereotipo humano de los españoles: la copla, desde su irresistible popularidad, ha elevado cotidianidades varias, amores infernales, desamores crueles y desarreglos totales a la categoría de sublime en los escenarios de medio mundo. Lo ha hecho merced a la personalidad intraspasable de un puñado de pioneros y su larga legión de continuadores. Los primeros ya descansan, los segundos están –no sé por cuánto tiempo, no se duerman– en el ambigú del teatro Arenal (Mayor, 6), corazón de Madrid.
 


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