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23 de septiembre de 2007

Las papas a lo pobre de la Barraquilla del Alquián


El perfil de mi madre, Blanca, se ha acabado pareciendo al de mi abuela Cecilia, que, a su vez, acabó pareciéndose al de mi bisabuela Paca cuando se la adivina en la cocina friendo papas a lo pobre. Entre las tres han podido freír miles de kilos a lo largo de sus largas y batalladoras vidas, tanto así que nadie las ha vuelto a hacer igual, crujientes y tostadas por fuera, blandas y sabrosas por dentro, saladas en su punto y aromatizadas con la intensidad justa por el pimiento verde. A las papas a lo pobre le pasa lo que a las migas, que es muy difícil encontrar un sitio en el que las hagan como en casa; quizá Almería es la excepción, y de Almería, ciudad y provincia –el trigo de Adelina, en Turre; los gurullos de la Terraza Carmona, en Vera; el arroz caldúo de Tadeo, en Cuevas–, destaca la excelencia de una de las mejores casas de comidas de España: la Barraquilla del Alquián, un merendero de obra a pie de playa donde toda tradición es posible. Las papas hay que pelarlas a lo pobre, es decir, a rodajas no excesivamente gruesas –a no ser que casi las queramos cocer en aceite– y sumergirlas en un aceite muy caliente al que inmediatamente le vamos a rebajar notablemente el fuego para dejarlas a su amor durante un buen rato en compañía del pimiento verde troceado, a ser posible, con la mano. Cuando están reblandecidas, se retira buena parte de ese aceite y, si se quieren algo más crujientes, se le da candela al fuego para que se tuesten. Siempre ha sido así, y lo que hacen en muchos bares o restaurantes anunciándose con el sagrado nombre del plato nacional almeriense no pasa de ser una burda imitación de patatas mal fritas con aros de cebolla y pérfidos chorreones de vinagre. Con todo, no crea que en la misma Almería es tan fácil tomárselas así, a bote pronto, a no ser que se deje caer por la Barraquilla, donde las papas a lo pobre son papas a lo pobre, donde las migas de harina son como las que borda mi tía Anita en el pueblo, en Cuevas, y donde el pescado recién capturado, fresco y rutilante está expuesto en el aparador para que usted lo señale y diga cómo quiere que se lo preparen. Es, ciertamente, una casa gloriosa, una cocina familiar, una forma de sentirte entre los tuyos. En la capital almeriense no es tan fácil comerse unas migas de harina, por ejemplo, a no ser que las encargue y le hagan el favor: a la vera de Correos, Ramón las preparaba a diario, pero ya cerró y uno tiene que buscar el sitio adecuado. Son accesibles y sabrosas las que prepara la familia de mi amigo Manuel en la Bodega Aranda, casi chaflán con la Puerta Purchena, el Times Square de la ciudad. El mercado, además, le coge cerca y puede hacerse con un poco de blanquillo y morcilla de piñones o de almendras, de Serón o de Los Gallardos, que freír debidamente y dejar caer entre pan como el que no quiere la cosa. Es más fácil comer un excelente pescado o unas turbadoras gambas de Garrucha en el Club de Mar que unas migas de pan en parte alguna, ya ven.

El Puga es otro templo al que acceder puede resultar difícil si no va a la hora adecuada y el día adecuado, que nunca se sabe cuál es porque siempre está a reventar, pero cuyo esfuerzo se ve largamente recompensado por la excelencia del material y del trato. Aunque ya puestos, si se deja caer por la capital de la provincia que ha pasado de ser sinónimo de secarral a paradigma de creación de riqueza, no debe dejar de acunarse en Bellavista, allá donde el gran Paco Freniche elabora el perfecto equilibrio entre la confección con maneras y la materia prima sin tacha alguna. Su gran bodega, la mejor del entorno, hace el resto.

Hay quien espolvorea un ajo picado sobre las papas poco antes de retirarlas. Bueno. No es lo más ortodoxo y no quedan igual, pero es admisible. Eso sí, nada más. Se lo dice el que ha visto en su cocina a tres generaciones de cocineras freír a diario la verda


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