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13 de julio de 2003

Vamos a la playa


Acostumbro a desatar la incredulidad y la sorpresa en algunos conocidos cuando les confieso cómo suelo pasar un día de playa. En primer lugar sorprende que pase un día de playa al igual que tantos otros mortales: se supone que aquellos que andamos en supuestas pomadas de la actualidad debemos detestar juntarnos con el resto sobre el alfombrado de arena de una costa cualquiera, cuando lo más aconsejable sería que lo hiciéramos a diario, aunque fuera para pulsar los decires de una España tan real como la aparentemente selecta. En segundo lugar causa no poco asombro que prefiera las playas llamadas 'familiares' a aquellas que forman parte del catálogo de calas solitarias asiduamente visitadas por surfistas temerarios y buscadores de paraísos perdidos. En las familiares proliferan los tipos como yo, que apenas dejan su sombrilla para caminar, en todo caso, hacia la barra del chiringuito más cercano, mientras que la otras suelen ser escenario ideal para seres difícilmente sociables que consideran molesta la presencia de semejantes con nevera y tuperware (que ya sé que no se escribe así; no insistan). A mi playa bajo yo con mis elementos imprescindibles para que el calor y el tedio me sean soportables: no puedo pasar sin una silla cómoda, donde la cabeza me quede recogida para la inevitable siesta, ni sin el parasol que evite que mi piel de princesa secuestrada se enrojezca hasta parecer uno de esos  gambones que sólo encuentro en el merendero de El Alquián, en mi imprescindible Almería. Considero adecuado llevar una radio: no necesariamente un loro de esos que sólo sabe reproducir canciones de Los Chunguitos o de Camela, pero sí un receptor chiquitito que me hable desde la hebilla de la sombrilla en la que lo cuelgo. Me gusta bajar con nevera: ahora hay unas muy ligeras, siempre de colores azulados, que se pueden llenar de cervezas, refrescos y un par de botellas de manzanilla en rama; acostumbro a añadir catavinos de cristal, ya que no es lo mismo beberse el néctar de Sanlúcar de Barrameda de esa manera que en vasos de plástico con propaganda. Una mesa plegable la considero imprescindible para, aunque sea, poder dejar los periódicos y el par de libros que me acompaña para mitigar el tedio y suelo incorporar una fiambrera en la que he distribuido con un_inusual sentido del acierto una inevitable tortilla de patatas hecha por mí horas antes. En eso de la tortilla es cuando más detecto la descomposición de mis interlocutores: los que se tienen por muy finos, por muy fashion, por muy solitarios, por muy exquisitos, se horrorizan ante la posibilidad de ser vistos con una fiambrera llena de la misma tortilla de patata que luego se comen como posesos si se la ofrezco en plena orilla. Tal vez incorpore algo de carne de esa que dejo macerar durante una horas bajo un manto de ajo, limón, perejil, sal, pimienta y aceite y que luego frío tras pasarla por pan rayado y huevo. Y puede, por poder, que hasta le añada unas 'papas aliñás'; pero eso ya no es seguro porque si el chiringuito es bueno no descarto pedir que me asen unas sardinas y me preparen una sangría -palabra esta última también capaz de conjurar los sofocos en los anteriormente aludidos- con la que mitigar la hambruna que provoca el poco baño que me doy. Y acabo: soy de los que se pone cremas, de los que pasean por la orilla, de los que juega con sus hijos y de los que charla con el vecino de parcela. Me gusta la playa de Matalascañas o la de Malgrat de Mar -en la que pasé mi adolescencia fascinado por las turistas valientes de la época-  y me gusta contárselo a mis amigos más modernos: hacen como que se desesperan, pero, en el fondo, estoy seguro de que me envidian.


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