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3 de junio de 2007

Los mil puñeteros goles de Romario


Yo no sé si Romario –Romario de Souza Faria– ha llegado a marcar mil goles a lo largo de su vida oficial como futbolista. Me parecen tan pocos como los diez mil programas de radio de Luis del Olmo. Creo que, de contarlos de verdad, los dos han hecho más goles y más programas que los que dicen celebrar. Romario acaba de cumplir cuarenta y un años y un árbitro le pitó hace unos días a su equipo un penalti a favor. Era de esos penaltis que hacen recogerse la respiración al respetable, abrazarse unos a otros y taparse los ojos a los más timoratos: si ese chico bajito y golfo lo marcaba, alcanzaría la cuenta mítica de Pelé y redondearía en mil los goles marcados a los diferentes contrarios a los que ha asombrado a lo largo de su vida. O, al menos, eso decía él. Lo marcó, evidentemente.

Marcar mil goles en una carrera de futbolista supone haber empezado siendo un chiquillo y retirarse siendo un abuelito, además de haber marcado goles como un loco durante ese tiempo, por supuesto. Supone haber experimentado mil veces, mil –sin contar, se supone, los que has marcado en la playa jugando con tus amigos–, la excitante sensación que recuerdo haber experimentado aquella prodigiosa tarde de otoño en la que rematé portentosamente con la espinilla la pelota que venía rebotada del culo de Miguelito Alsina ante el pasmo de la defensa de 5º B, incapaz de neutralizar aquel balón manso, pero decidido, que se dirigía sin remisión al fondo de la portería del patio grande de Valldemía, colegio marista de Mataró.

Recuerdo el griterío desaforado del tumulto y los abrazos entusiasmados de los compañeros de equipo. Si alguna vez he sentido ser centro del mundo civilizado, ha sido ésa. No importaba que el gol no fuera decisivo, ya que íbamos ganando por seis a uno, ni que no hubiera cámaras que inmortalizasen el momento ni que el tumulto lo formasen un cura y dos visitas: yo podía entender lo que celebraban los Muller, Cruyff, Pelé, Rivelino y otras bestias cuando reventaban la red contraria.

Cómo no voy a entender a Romario. El atractivo de este hombre tranquilo residía no sólo en la cara que le plantaba al gol, sino también en el aura de golfo que lo ampara y lo seguirá amparando hasta que envejezca. Un tío que dice que «Holanda es un país en el que para tomarte algo con un amigo tienes que llamarle tres días antes y pedirle una cita» es un tío con el que, al menos yo, me puedo entender. Jugaba en el PSV de Eindhoven, ganaba dinero, metía goles…, pero no era feliz.

Le hacía falta lo que luego encontró en Barcelona: locales abiertos, descorche seguro y gente dispuesta a beberse hasta el Mistol. Cuando el Dream Team engrasaba sus ejes, llegó este muchacho bajito y oscuro y se puso al trabajo de marcar goles ejerciendo la floritura que hizo que fuese definido como «jugador de dibujos animados». Eso sí, no valía lo de acostarse a las diez de la noche. Romario sólo metía goles cuando salía por las noches. No salir significaba no marcar, con lo que mil goles son, más o menos, mil juergas. Y cuando un brasileño habla de juerga, no habla de cualquier cosa.

Algunos aguafiestas se empeñan en objetar que este creador de diabluras haya marcado mil goles. Dicen que cuenta hasta los de los entrenamientos. Si así fuera, no deberíamos objetar nada porque hasta los goles de los ensayos mañaneros han sido pequeñas obras de arte. Como aquel que le endosó al Madrid en el 94 en el que envió a Alcorta al traumatólogo después de haberle roto la cadera –y no era Alcorta de los malos, precisamente–. Si es necesario, estoy dispuesto a declarar ante la FIFA que aquel golazo en campo de tierra no lo marqué yo, sino que estaba poseído por el espíritu alevín de un chiqui


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