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4 de marzo de 2007

Amargura en Santa Cruz de Tenerife


La Gran Gala del Carnaval de Santa Cruz de Tenerife suele trascender, de vez en vez, al plano de la actualidad nacional, pero, como la mayoría de los eventos ligados a una tradición local, queda normalmente sujeto al plano íntimo de la localidad en la que discurre. Al ser una gala realmente espectacular, no pocas veces ha sido transmitida por cadenas nacionales, pero las más de ellas ha sido confeccionada y deglutida por el consumidor cercano. Las autoridades locales no suelen reparar en gastos y apuestan presupuestariamente por un espectáculo que, con toda razón, consideran extraordinario: todo el colorido y el ritmo de la capital de una isla poderosa están representados en los deslumbrantes trajes de las candidatas a Reina del Carnaval y en las aportaciones de murgas, comparsas y tinerfeños varios que participan, junto con no pocas figuras nacionales e internacionales, en tres horas largas de espectáculo. La dirección de ese evento, como pueden imaginar, no es sencilla, y este año recaía, aún no se sabe bien por qué, en el bailarín y coreógrafo Rafael Amargo, un tipo que goza de cierto prestigio en la fusión flamenca contemporánea y que ha recibido algunos premios prestigiosos, especialmente por su montaje Poeta en Nueva York, que yo no he visto, pero del que me han hablado ciertamente bien.

En el archipiélago canario se manejan dos formas de describir al español del resto del país que viaja a las islas: uno puede ser, sencillamente, un ‘peninsular’ o puede ser, y eso no es atractivo, un ‘godo’. El primero, sin más, es un señor de Tarragona que se va a vivir a cualquiera de las siete joyas y se adapta al compás isleño con afecto y respeto: jamás tendrá problemas porque, entre otras cosas, un canario es un peninsular que llegó antes –la frase no es mía; es de Juancho Armas Marcelo–. Pero el ‘godo’ –especialmente la variedad ‘godo hediondo’– es aquel que llega convencido de que es un explorador arribado a las costas africanas para sacar de su marasmo a unos pobres indígenas que viven en el atraso o en el desconocimiento de los adelantos fundamentales con los que se maneja el occidental superior. Ahí los canarios no perdonan, y yo los entiendo. Bueno, pues el tal Amargo cumplió perfectamente el segundo rol: despreció las tradiciones tinerfeñas, la forma de hacer de los artistas de la ciudad, las mínimas exigencias de educación y seriedad y les endosó una bazofia de gala en la que proliferaron tonterías semejantes a exhibir a la tal Belén Esteban en una deplorable imitación de Madonna que sonaba a tomadura de pelo con sangría correspondiente. Rafael Amargo se demostró, además de un grosero, un perfecto ignorante: comenzó por declarar que no quería «gordas en el escenario» y acabó por timar, con todas las letras, al Ayuntamiento de la ciudad, el cual le brindó un presupuesto de un millón de euros para confeccionar el mismo espectáculo que, con menos dinero, habían dirigido años atrás Sergio García o Jaime Azpilicueta. Cinco días previos a la puesta en escena, Amargo dormitaba sin proferir más que voces destempladas a quienes lo despertaban para recordarle que lo estaban esperando los grupos para el ensayo de un guión que aún no existía, sin ir más lejos. Y cuando despertó, tiró de cuatro amigos para que le salvaran la papeleta. El resultado fue patético y dio la vuelta a España en una injusta propaganda para unas fiestas que ya se habían visto pregonadas por la ocurrencia de un juez de suspender cautelarmente el carnaval de la calle para no molestar a un grupo de vecinos que había mostrado su desagrado por los ruidos nocturnos. Santa Cruz de Tenerife no merece una propaganda así: una ciudad cálida y acogedora como aquélla requiere del afecto respetuoso de quienes la conocen y de quienes aún no tienen la suerte de hacerlo. Brindo esta columna con un beso peninsular y sincero para todos los chicharreros y el deseo de que el año próximo nos encontremos en el recinto ferial para vivir una nueva explosión de colores y sabores. Sin ‘amarguras’ innecesarias.


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