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1 de julio de 2018

La morera de Juan Quintana


Juan supo que quedaba libre un local en la avenida del Maresme, con terraza debajo de unas moreras. No se lo pensó dos veces

Juan Antonio nació en Villanueva de la Concepción, El Pueblecillo, lugar de paso entre Antequera y los Montes de Málaga, a cuya provincia pertenece. Debían de ser los primeros cincuenta cuando toda Andalucía era una válvula de escape, donde, al llegar la edad laboral, a todo andaluz se le estiraba el cuello y miraba hacia Cataluña, principalmente, y a otros nichos industriales más al norte, cosa que hizo Juan. Antonia, su novia, a la que conocía desde los trece años, quedó en el pueblo y él lio su petate camino de Mataró. Y en Mataró, la ciudad que habría de ser su casa para siempre, se colocó, después de algunos trabajos, en el Frankfurt que abrieron en La Rambla –que aún sigue felizmente operativo– y en el que hemos comido alguna vez –o miles de ellas– los que hemos poblado esas tierras. Era, y es, la empresa Vallés, que había comenzado con un chiringuito en Caldetas y que se estaba expandiendo gracias a la indudable calidad de sus salchichas, que sigue intacta. Juan habrá frito en manteca durante los dieciocho años que estuvo al pie de la parrilla millones de Frankfurts, Cervelas, lomitos, terneras y Bratwursts.

En un principio quiero recordar que un espléndido bocadillo del mejor Frankfurt que sigue habiendo en España valía doce pesetas. La empresa creció, recompensó bien a sus trabajadores y Juan, con lo ahorrado y lo cobrado, ya con Antonia a su lado, que le acababa de dar dos hijos, se lio la manta a la cabeza y quiso crecer, emprender y hacerse propietario. Abrió un bar llamado Las Palmeras y estudió cómo juntar en su casa a los que querían un menú y a los que pedían algo más, alguna excelencia. La excelencia estaba en las manos de Antonia, cocinera prodigiosa perteneciente a esa estirpe de cocineras madres que no quieren para sus clientes nada que no quieran para sus hijos. Juan y Sergio, por cierto, se incorporaron al negocio. Y así fueron progresando hasta que Juan supo que quedaba libre un local en la avenida del Maresme, ancho paseo junto a la vieja carretera nacional, con amplia terraza debajo de unas moreras. No se lo pensó dos veces y abrió, supongo que con esfuerzo y créditos, uno de los templos caseros más sabrosos de cuantos se encuentran por esos lares, con una calidad de producto que desborda cualquier expectativa y una manufactura que hace temblar todos los misterios. La manzanilla la buscan en rama en las mejores bodegas de Sanlúcar; los jamones los seleccionan sus hijos uno a uno; los pescados, grandes y pequeños, son rabiosamente frescos; y el resto de los productos –desde una porra antequerana a un arroz cualquiera– son de una honestidad irreprochable, sea un bogavante o un sencillo huevo frito (precisamente probé un bogavante frito con papas y huevo que quien quiera puede ver en mi cuenta de Twitter: @carlosherreracr). Mataró, una población con más habitantes que la provincia de Soria, ha sido muy inestable gastronómicamente: algunos menús aceptables, pero poca continuidad en hechuras más completas.

La Morera ha venido a romper esa ecuación. No pocos mataroneses gustan de trasladarse a localidades vecinas: al Hispania maravilloso de las hermanas Reixach o a Líberic del gran Gerardo y su familia. Desde hace tiempo, no obstante, saben que pueden combinarlo con una casa extraordinaria en la que, como dice el lema en su toldo: «Lo posible lo hacemos al momento; para los milagros nos estamos preparando» (el que escribió el toldo no sabía escribir bien la palabra ‘instante’ y la cambió por ‘momento’). Mataró –qué voy a decirles yo que viví dieciocho años ahí– tiene un paseo y un disfrute: les aconsejo que se dejen caer por el Bar Europa, un clásico al que ya me llevaba mi padre, que sigue dominando el arte del aperitivo y la comida como pocos lugares en el mundo. Probé hace poco unos sonsos fritos (no son inmaduros), el pescaíto catalán, que me aturdieron y que también pueden ver en Twitter. Desde el Europa, o el Bar Mundial, otro gran clásico, un paseo por La Rambla, la calle Barcelona, la basílica de Santa María, bajando tranquilamente hasta La Morera, puede satisfacer a cualquier espíritu exigente. Y cuando lleguen a la mesa, déjense aconsejar por esa familia. A la que pronto sentirán como suya.

 


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