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19 de febrero de 2006

Barajas terminal


Soy de los que cree que a las compañías de aviación habría que pagarles a la llegada, no a la salida

La nueva terminal del aeropuerto de Barajas, la célebre T-4, se ha estrenado con las habituales dificultades con las que se estrena una estructura de difícil engrase. Han tenido que pasar unos cuantos días antes de que los vuelos empiecen a salir a su hora y los empleados y pasajeros le tomen la medida a las distancias y los tiempos. Es hoy y aún perduran unos innegables errores de organización que irán menguando con los días, pero que molestan sobremanera a los viajeros, pobres paganos de la aviación y sus contratiempos. Montar en aeroplano es excelente, como sabemos, aunque incómodo: habitáculo estrecho, retraso garantizado, trámites interminables… Sin embargo, la aviación se ha universalizado y hoy es difícil encontrar a alguien que no haya utilizado los servicios de un pájaro de esa guisa para llegar de un punto a otro del mundo; aunque, como también sabemos, viajar en avión puede resultar una aventura que supera, con mucho, a la mera expectativa de sobrevolar la Tierra. De todos los aeropuertos conocidos y visitados por este humilde cronista, ninguno resultaba tan desoladoramente inoperante como el de Barajas de los últimos tiempos: raro era el día en el que un vuelo salía a su hora y en el que los encargados de su despegue no tenían que deshacerse en explicaciones acerca de los motivos del retraso –el testigo lo toma ahora el desesperante aeropuerto de El Prat, en Barcelona–. Las más de las veces acostumbraban a decirte que el vuelo salía con demora por «llegada tarde del avión de procedencia», cosa curiosa, ya que el que te lo decía era el mismo que había traído el avión. Con la nueva terminal, en teoría, se ha acabado viajar en autobús a lo largo de kilómetros de pista que el mismo aeroplano tenía que deshacer para despegar una vez concedido el dichoso slot o ‘permiso de vuelo’, lo que suponía siempre un buen número de minutos añadidos al retardo habitual. Soy de los que cree que a las compañías de aviación habría que pagarles a la llegada, no a la salida. Usted me ha traído media hora tarde, luego ha incumplido su contrato, con lo que le voy a pagar un veinte por ciento menos. Y ahora aclárese con el aeropuerto o con el hombre del tiempo. Ellos, los amables operarios de tierra –cada día lo son más y, la verdad, aguantan más que Moscardó–, no quieren saber nada si usted no les paga religiosamente por adelantado; no les sirve que les diga que tiene un problema con la tarjeta o que está a la espera de una transferencia y que les pagará pasado mañana. Si no suelta la lana, no vuela. En cambio, a usted sí le pueden llevar de aquí para allá con el tiempo elástico de los que interpretan los horarios como quieren sin darle más explicación que la consabida excusa de la «congestión de tráfico aéreo». La T-4, en teoría, solventa ese tráfago. En cambio, estos primeros días han conseguido más protestas y cabreos que en los últimos dos años en la vieja T-3, que ya era de aúpa de por sí. Como dice el ejemplar y clarividente Josemi Rodríguez Sieiro, «se ha descubierto la aviación, pero no los aeropuertos»: un aeródromo es una ciudad de más difícil gobierno que algunas capitales de provincia, y todos podríamos narrar aventuras terroríficas vividas en algún momento de nuestras vidas. Si echamos cuentas, algunos de nosotros hemos pasado más horas de espera en los aeropuertos que en nuestros domicilios o en nuestros puestos de trabajo. Me dicen, también, que en la nueva terminal se podrá comer bien, cosa que ya me parece milagrosa: no estaba mal el restaurante-restaurante de la T-3, en el que los camareros han superado un máster para atender a los clientes que llegaban siempre con la consabida frase de «tengo sólo veinte minutos porque salgo para Vigo en media<


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