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4 de septiembre de 2005

Perdóneme, maestro


Tras salir a hombros y saludar a las masas, dejó tras de sí la estela del asombro

 


No pude acudir. Yo propongo, pero otros altos designios disponen y, en el inicio de agosto, andaba trajinando entre aviones retrasados y vuelos cancelados. Ambos avatares me retuvieron contra mi voluntad –y junto a no pocos viajeros más– ante un mostrador a la defensiva desde el que trataban de convencernos de que «circunstancias técnicas insalvables» hacían difícil auparse a un incómodo avión invisible. Blandí de forma estentórea el motivo de mi urgencia: «No llego a tiempo de ver torear a Facultades en Estella, ¿comprenden lo que eso significa, insensatos?», a lo que me contestaron desde la consternación que ésa y otra razón esgrimida por un pasajero –acudir de vuelta a casa a apagar el gas que se habían dejado abierto– eran las de más peso de todas, pero que no se veían con fuerzas para pedir el auxilio de un Falcon del Ejército como había exigido yo mismo. Me perdí, pues, su recital de formas y conceptos que, de nuevo, hipnotizó a una privilegiada afición que atiborró la plaza y que se confirmó como la más selecta y bienaventurada de todo el planeta taurino. Ahí estaba usted, Agustín Hipólito Rivero –al que tradicionalmente ya dedico un artículo veraniego, sin pretender, por Dios, que se convierta en un clásico inverso a los muecines antitaurinos del gran Vicent– después de esa gira por México que ha dejado literalmente pasmados a los grandes aficionados aztecas y que, con motivo de su éxito, provocó hasta un intento de secuestro por parte de unos desalmados que querían apoderarse de su arte, de su fortuna o de su prestigio. Afortunadamente, la mediación de Pablín Hermoso de Mendoza, una vez más su gran subalterno en la plaza y fuera de ella, evitó la tragedia de verle torear el próximo año con una oreja menos –suya, no del toro– o con el miedo metabolizado en el cuerpo por encima del que en usted ya es habitual y casi, casi, taumatúrgico. Estuvo, me dicen, más en ‘Facultades’ que nunca: su inexplicable desprecio por el capote hizo que fuera su propio apoderado el que le tuviera que dar los lances de recibo a esa peligrosísima becerra –con aspecto de cinqueño– que le tocó en su lote, cosa que el público asumió, pues ya sabe que no es usted un pegapases desalmado al estilo de los que proliferan por el escalafón. Pero sí que apreció, en cambio, el ‘pase de la mariposa’, difícil de descifrar pero de belleza estética incomparable, que intercaló entre sus diversas y tradicionales arcadas tras el burladero provocadas por el valiente compromiso de verdad y tensión que conlleva su toreo. Apurado por aquellos paladares de esparto que prefieren la cantidad a la calidad, fue obligado a lancear al animal una y otra vez, por encima incluso del par de tandas que en usted son habituales, lo cual transmitió a las gradas esa sensación de peligro que tanto excita a los que entienden el toreo como un trabajo de gladiadores antes que como una expresión de artistas inexplicables. Inexplicable lo suyo, sí, pero tan cierto como la sierra de Urbasa o el nacedero del Urederra, territorios ambos testigos de su preparación exhaustiva y solitaria, casi mística, casi extática. Tras salir a hombros, saludar a las masas que le esperaban tras los muros de piedra aturdida y auparse al Mercedes de Lorenzo, dejó tras de sí la estela, una vez más, del asombro. No quiere usted saber nada de Madrid, de Sevilla, ni siquiera de Pamplona, donde tanta fiesta le harían a su inevitable incontinencia vesical entre pase y pase. Sólo quiere torear en Estella. Sólo en su plaza y en el día señalado. Impone ganadería y terna, como los más grandes. Y deja escrito en el aire con la tinta indeleble de su torería el tratado de cómo aunar las ansias de toda la sociedad civil. Eso, Maestro, y sólo eso, es ser un héroe.

Sepa que he interpuesto denuncias y querellas contra las compañías aéreas que me dejaron en tierra a pesar de decirles que iba a verle a usted.

Porque para una vez al año que seguro me lo paso bien en los toros, van y me lo joden.
Perdóneme, Maestro, perdóneme.


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