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12 de junio de 2005

Oro, incienso y mierda


La crónica de sociedad está llena de buscadores de barro, no de oro 

 


El título no es mío. Ya me gustaría. Es con el que Tico Medina piensa titular sus memorias, de próxima aparición. El Medina, sangre con metáforas navegando, muere por un buen titular, como un servidor, aunque en su modestia no consiga ni rozarlo. Conozco a Tico y sé que por su cabeza de carrusel dan vueltas los proyectos durante muchos años: algunos los lleva a término y otros no, y en ambos casos se toma su tiempo, tanto para materializarlos como para no hacerlo. Si, efectivamente, publica su tránsito como observador privilegiado por este planeta a veces árido y a veces florido del periodismo, de la crónica vivida, del relato mágico, nos encontraremos ante una pequeña biblia de las cosas y los hombres, ante un catálogo de las viejas y sabias maneras de cómo hacer las cosas.

Tiene Tico una frase redonda con la que definir su ejecutoria: «Siempre he preferido buscar el oro en el barro que el barro en el oro». En los tiempos que corren, sin duda, eso no ocurre así: la crónica de sociedad, el retrato de los personajes de esta época de medianías en la que llega a la gloria cualquier sandio, están llenos de buscadores de barro, no de buscadores de oro. La profusión de medios ha hecho que los grandes protagonistas no tengan prácticamente ningún misterio para nadie: lo sabemos todo de ellos porque todas las cámaras han entrado prácticamente hasta sus cocinas, y sus vidas han sido filmadas desde el primer día hasta el último suspiro. Hubo un tiempo en el que eso no era así, claro. Cuando Sinatra pisaba Madrid buscando el surco de una Ava Gardner explosiva y vividora, podía pasar los días que quisiera bebiendo en Pasapoga o cenando en el Ritz sin que nadie lo siguiera o supiera que le enviaba flores a Carmen Sevilla, con la que quiso y no pudo. Imagínenselo ahora, cuando cualquier artistucho arrastra tras de sí una cohorte imposible de cámaras y grabadoras. Hubo un tiempo en el que la crónica de los grandes personajes, las entrevistas, los reportajes los firmaban César González Ruano o Ramón Gómez de la Serna. O Tico Medina. O Yale. Hoy la historia la cuentan unos cuantos paparazzi. Es la diferencia.

Escolástico Medina, sin ir más lejos, lo sabía todo de Lola Flores. Su libro de conversaciones está ahí para el que quiera consultarlo. Nunca le hizo falta pormenorizar en aquello que traspasaba las puertas del misterio. Estos días ha preferido guardar silencio, él, que todo lo supo, y eso marca la diferencia. A Lola le podía la vida y ella podía con todo lo demás, tanto, que este asunto no ha conseguido ni siquiera arañarla diez años después de su muerte. Sus cosas pertenecían al misterio sabido, pero nunca desmenuzado, razón por la cual este asunto no deja de ser un feo trasunto mercantil sin utilidad biográfica ninguna.

FantásTico Medina ha medido muy bien esa distancia entre el personaje y su proyección: no lo ha seguido hasta la alcoba porque con lo que ha sabido en el comedor ha sido suficiente para retratarle con una de las mejores prosas poéticas del periodismo español de todos los tiempos. Dice ahora que quiere retirarse y que piensa hacerlo con esa crónica memoriada de su paseo por los barrizales dorados que le ha tocado conocer. Casi prefiero, si ha de ser su despedida, que tarde mucho en publicarlas, pero algo me dice que lo hará dentro de poco: cuando lo he visto vestir sin su guerrera de reportero eterno –la que ha vestido siempre, acudiera donde acudiera–, me han saltado las alarmas. EntusiásTico Medina, el oteador de perfiles que se pierde por una buena frase, contará el oro que ha recogido en las respuestas brillantes a sus preguntas afiladas, el incienso que ha olisqueado en los palacios a los que siempre prefirió acudir vestido de faena y la mierda con la que tropezó consiguiendo no mancharse. No todo el mundo puede decirlo. Y mucho menos contarlo como él. Permanezcan atentos a sus librerías.


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