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7 de junio de 2015

Un lamento por Aránzazu


No tengo grandes esperanzas en la acción de la Justicia, atada de pies y manos muchas veces por ella misma, en el caso de la joven Aránzazu. ¿Quién es Aránzazu?: habría que decir quién era. Una joven de dieciséis años, madrileña, víctima de una pequeña discapacidad que le suponía una merma en sus condiciones expresivas, tal vez no observables a simple vista, pero al parecer describibles cuando te detenías en ella algunos minutos. Aránzazu era algo más lenta que el resto de su comunidad estudiantil, puede que un tanto más introvertida, tal vez menos expresiva que los demás, con no demasiada facilidad para las relaciones personales y, por lo tanto, con menos amigos de lo que se considera normal en la algarabía común de los colegios. Víctima propiciatoria, por tanto, para los hijos de puta que pueblan el panorama juvenil de estos y aquellos tiempos. Es probable que el caso de Aránzazu sea habitual: en todos los colectivos existen personas introvertidas, ahora y siempre, que deben contar con un especial apoyo para el desarrollo de sus capacidades y para implicarse en el curso normal de las cosas; y a buen seguro ocurre, es decir, pasa en todos los colegios que algún chaval o chavala precisa de apoyo y comprensión de sus semejantes y lo obtiene gracias a que hay muchas más personas buenas que malas, sean adolescentes o adultos con escamas. Aránzazu tuvo mala suerte: coincidió en tiempo y espacio con un par de sujetos indeseables, eso que se conoce como acosadores, o maestros del bullying, individuos que dedican su tiempo a reafirmarse como perfectos matones, ante la ignorancia del resto o, directamente, ante el silencio cobarde de la mayoría.

A Aránzazu le acosaba un tipo que apenas tenía un año más que ella y que, por lo tanto, es inocente ante la ley. El mecanismo no es nuevo. El acosador la insultaba, maltrataba, amenazaba y se relamía ante el sufrimiento de la muchacha. La obligaba a trabajar para él, la extorsionaba exigiéndole dinero, la vejaba y actuaba mediante métodos violentos sin aparentemente mostrar remordimiento alguno por ello. En la escuela, como en otros colectivos, imperaba la ley del silencio. Nadie parecía ver nada, ni sus compañeros ni los profesores o directivos escolares del instituto madrileño Ciudad de Jaén, los cuales, como muchos educadores, aparentan mirar para otro lado con el viejo dicho aquel de «son cosas de niños». Lo cierto, lo verdaderamente cierto, es que un día Aránzazu escribió a su círculo inmediato que estaba «cansada de vivir» y se tiró desde un sexto piso. Murió. Como tantos otros adolescentes a los que en lugar de aparecer tres o cuatro que la defendieran y le calentaran el cuerpo al cabrón de turno se limitan sólo a grabarlo con el teléfono móvil.

Ahora todo son lamentos. La Justicia interroga al acosador, al que, evidentemente, deja en libertad. Busca la participación de otra individua del colegio que, según parece, colaboraba en las extorsiones. Y todo el mundo se quita responsabilidades de lo alto, cuando todos son culpables: los que vigilaban y no se percataban, los que se percataban y no intervenían, y los que lo sabían y se callaban como miserables, compañeros de la muchacha incluidos, por supuesto. Veremos cómo concluye el caso, pero pocas esperanzas hay más allá de que sea cambiado el tipo de colegio y apercibido por violento. ¿Reflexiones acerca del caso?: las que se producen en casos de acoso escolar, desgraciadamente frecuentes, algunas de las cuales acaban de forma trágica como en el caso de Aránzazu, en cuyo nombre escribo hoy esta página y a quien Dios le dé en la Gloria la paz que no obtuvo en esta selva de indeseables que la rodeó. Algún imbécil, como la secretaria del Sindicato de Estudiantes, una tal Ana García, sólo ha sabido decir que esto es consecuencia de los recortes del gobierno de Rajoy, lo cual no merece ni siquiera detenerse a comentarlo. Más allá de ello, todo son lamentos tardíos. Lamentos que Aránzazu, desgraciadamente, no podrá paladear, justicia que no le alcanzará en vida. Y temo que tampoco tras su muerte.


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