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24 de octubre de 2004

El gran Adolfo, leyenda de Toledo


Hay quien sólo acude llamado por la fragancia que sale de una cocina 

Toledo es, quizá, la expresión más conseguida de equilibrio entre la leyenda y la certeza. La ciudad española más densa de patrimonio artístico –o una de las más densas, que no es cosa de equivocarse y luego llevarse el chorreo del concejal de turno– se asemeja al paisaje perdido de una narración oral, se parece al que evocaría la memoria guardada en un relato que hubiera recorrido decenas de generaciones de boca en boca. Cruzas la puerta de la Bisagra y ya estás en lo que estás, en un escenario insospechado. En esa moldura capaz de sujetar toda la furia sombría de El Greco, aparece un trazo humano cargado de una mezcla tan completa de talento y corazón que acaba dándole a las piedras voz y pulso. Al igual que José María es a Segovia lo que los Hermanos Bigote a Sanlúcar o Rafael Carrillo a Córdoba, Adolfo Muñoz, el gran Adolfo, es a Toledo una seña de identidad tan exportable como el entierro que dibujó aquel griego de extraña factura y soberbia inspiración.

También en los mazapanes está la majestad de las cosas, el trasunto de la gloria; como lo está en el vino o en la combinación calculada de fragmentos sólidos y deleitables. Desde esa casona que se yergue en su cigarral, se hace verdad lo que el plástico Mújica Laínez escribió un día en que se asomara al balcón de los bancales y viese mudar las tintas de la ciudad: «Abandonar la palidez, herrumbrarse, platearse, hasta recuperar la virginal palidez del alba». Lo ha hecho todo desde abajo, como los héroes de las sociedades antiguas, y ha construido un Toledo dentro de Toledo, una bodega en cuyo vientre caben las añadas de todas las tierras, un mesón de mantel de hilo para que en sus mesas descanse la excelencia. Generoso y apacible, Adolfo Muñoz es ya una seña de identidad, como el acero toledano o la tradición ocultista y subterránea de una ciudad que hasta en su origen es leyenda.

Los cocineros –o como quiera que haya que llamarlos– son los nuevos símbolos de las colectividades, los llamadores de atención de los viajeros de este tiempo: al igual que uno acude a una ciudad con la idea de visitar su catedral, soltar la vista en algún museo o caminar por su casco histórico, también lo hace llamado por la fama casi mítica de hombres encumbrados a un fogón de oro. Hay quien, incluso, sólo acude llamado por ello, por la fragancia que sale de una cocina y cruza media España en busca de una nariz despierta. Quien viaja desde su rincón hasta el viejo empedrado toledano sabe que, antes o después, caerá en sus manos y, entonces, el sabio alquimista conjugará a los dioses menores que habitan sus cazuelas y asaltará sin piedad de ningún tipo los rincones del gusto donde se esconde el placer de comer.

Toledo resistió el afán saqueador y destructivo de los franceses, lo cual no es poco habida cuenta la tendencia de nuestros vecinos a arrasar con todo lo que hallaran en España –la Alhambra granadina se salvó de milagro–, y resistió, asimismo, el espantoso y contumaz esfuerzo de los sesenta y setenta por derruirlo todo para levantar edificios lamentables, así como el devastador urbanismo de aquellos otros años en los que la combinación de un arquitecto listo y un concejal tonto hacía auténticos estragos en el paisaje. Por ello, merece la visita, el paseo, la eterna invitación al asombro que supone callejear por un escenario representativo de lo mejor que ha sido España. El alcalde, Molina, ha dispuesto que el que quiera ver iluminada la ciudad fuera de hora pague la factura y, consiguientemente, el operario municipal prenda la luz. Se aúpa uno al balcón de Adolfo y contempla, admirado una ciudad en estado de gracia. Es el momento en el que se siente entrar la historia en los adentros.

Hasta donde pone Toledo.
 

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