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19 de octubre de 2014

Un vistazo a Garrigues Walker


Antonio Garrigues Walker tiene la cara angulosa de los héroes de cómic. Barbilla prominente, líneas rectas respetadas por los años y frondosa cabellera blanca le hacen parecer un dibujo de historietas contemporáneas. En realidad es un señor de ochenta años que goza de la agilidad física y deductiva de un cincuentón y de la curiosidad intelectual de un treintañero. Envidiable, en cualquier caso. Borja Martínez-Echevarría y Carlos García-León (Ediciones Península, 2014) han escrito un libro en el que pretenden acercarse a la figura de uno de los animadores profesionales más eficaces de los que ha dispuesto España en estos últimos cincuenta años. Buen ensayista y pensador, dice aborrecer el pasado y, ciertamente, lleva viviendo algunas décadas escudriñando el devenir, tratando de saber por dónde se establecen las tendencias y por dónde asoman las oportunidades. Garrigues tocaba bien la pelota y hubiera sido, aseguran quienes le conocieron entonces, casi tan buen delantero como abogado, pero su padre, el siempre brillante Garrigues y Díaz Cañabate, le hizo devolver la equipación del Atlético de Madrid y volcarse en los libros que le habían de consagrar.

A partir de ahí no le quedó más remedio que ligar recitando a Lorca y volcarse sin remedio en el Breviario de Alarico, a la postre, quien le daría lugar a sus mejores goles por la escuadra. Antagónico de su hipnótico hermano Joaquín, aquella gran esperanza blanca de la política española que sucumbió ante la devastación de los linfocitos como lo había hecho su joven madre ante la proliferación de hepatocitos desbocados, Antonio se entregó a la labor profesional para convertirse con pocos años en eso que podríamos retratar como el megaabogado por excelencia. Sin necesidad de haber sido el primero de la clase, sí fue el primero en entender que los bufetes españoles funcionarían de forma mucho más dinámica si se les brindaba a todos los abogados la posibilidad de ser socios en lugar de ser simples asalariados: así hizo crecer la firma que llevaba las iniciales de su padre y de su tío hasta conformar un coloso casi inabarcable, un gigante europeo comparable a los grandes despachos norteamericanos. De los que da miedo pedir tarifas. De allí, de la tierra de su madre, a la que le quedó pendiente besar por última vez, llegaron los americanos de la película de Berlanga, pero sin pasar de largo por la calle larga de Villar del Río. De América llegó Henry Ford II y de su mano instaló la gran fábrica que supuso el despegue de la economía española en los años setenta.

COMPRAR EL LIBROY al igual que el fabricante de coches, otros tantos inversores llegaron a aquel secarral productivo que había empezado a desperezarse poco después del plan de estabilización del final de los cincuenta. Garrigues canalizaba su llegada y, a la par, iba agrandando la influencia y el cartel de su apellido, que es apellido de abogado por excelencia. Pero también de aspirante a la policromía de las familias totémicas, como sus amigos los Kennedy. Quiso probar las mieles de la política y solo paladeó las hieles de la soledad: ni fue alcalde de Madrid ni diputado con la Operación Roca, aquel intento reformista que tanto gustaba a banqueros y empresarios, pero de la que solo sacó tajada, como siempre, Convergència i Unió. Los liberales españoles, como gusta de decir Pedro Schwartz, son pocos y se llevan mal: apenas cabían en un par de taxis y se repartían entre tres partidos, nada menos. Pero no obstaba para que su discurso fuera consecuente con el proceder de Garrigues: el Estado en su sitio y el paisanaje en el suyo, ya que la calidad de una sociedad depende exclusivamente de lo que gane ella misma con su esfuerzo. Discurso, como se puede imaginar el lector, de poco recorrido en la España de hogaño. El liberalismo no es vivir al margen del Estado, pero tampoco consentir que la sociedad sea un apelotonamiento al que le digan todos los días lo que tiene que hacer.

Si se asoman a este libro, entenderán que hay abogados que no responden al viejo chiste que contaba Reagan en las tardes de chimenea y misiles: sustituiremos en los laboratorios experimentales a las ratas por abogados, total hay muchos más, no se les coge cariño y hay cosas que las ratas bajo ningún concepto aceptarían hacer.


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