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5 de julio de 2004

El perdonavidas


Dícese de aquél que suma una indeterminada condescendencia cansina a su trato normalmente displicente. El perdonavidas es el que te hace el favor de detenerse a hablar contigo, el que te hace sentir incómodo por su aire de inestimable superioridad, el que utiliza una calculada antipatía para hacerte saber que no eres de su círculo de elegidos. Está en todas partes y en todas partes se hace notar.

Llega a un acto cualquiera y quiere que se sepa que él nunca podrá estar absolutamente a gusto ya que pertenece a una galaxia sensitiva a la que los demás jamás podrán acceder. Un buen perdonavidas hace la gracia altruista de bajar unos peldaños a compartir contigo un tiempo que mejor estaría dedicando a otras cosas de mucha más enjundia y muestra impertinentemente una prisa in disimulable por volver a su reino, que, siendo de este mundo, sólo está al alcance de los felices poseedores de la llave de las esencias. No sé si me explico.

Proliferan en todos los órdenes, como digo, y son vistos a cualquier hora: los hay en la cultura, en el periodismo, en la política, en el deporte, en la gestión empresarial y hasta en el apasionante mundo de la gestoría de seguros y reaseguros. Los de la cultura, qué decir, se caracterizan por ignorar todo aquello que haya podido ser objeto de vulgarización, es decir, de éxito, y por despreciar a aquellos otros que perfectamente podrían engrosar cualquiera de los listados confeccionados por Tollemache-Sinclair, millonario escocés del diecinueve, de entre los cuales no puedo dejar de destacar aquel que se titulaba “Lista de las personas que no pueden soportar a Shakespeare”. Suelen ser tipos, como escribe Mauricio Wiesenthal en un delicioso libelo titulado “Galería de la Estupidez”, que desde su más tierna infancia comprendieron enseguida las más abstrusas obras del arte y la cultura –la “Tetralogía” de Wagner o el “Ulysses” de Joyce--  mientras que grandes hombres de la humanidad no llegaron a entenderlas jamás. No los confundamos, en cualquier caso, con los genios malhumorados, que son cosa bien distinta: Pio Baroja era un cruelísimo tirador de dardos envenenados, tanto, que de los Hermanos Álvarez Quintero llegó a decir que no quedaría nada si fuesen traducidos al castellano. Otro que tal fuera Valle Inclán, que afeó la disertación de un conocido conferenciante que sostenía que Cervantes manejaba como nadie la melancolía con un tajante “déjese de tonterías: la melancolía no se inventó hasta 1854”.

No se sabe bien en qué se basaba Don Ramón, pero ahí lo dejó y le destrozó la disertación al pelma. Esos son otra cosa y sirven, además del deleite de su trabajo, para escribir artículos costumbristas con los años.
Leí por alguna parte que donde se acaba el sentido del humor comienza el campo de concentración, y ese aserto endiabladamente real le viene al pelo al perdonavidas político.

Los periodistas sabemos mucho de ellos ya que en no pocas ocasiones nos los hemos cruzado en comparecencias o entrevistas. Pascual Maragall, sin ir más lejos, podría encarnar el ejemplo paradigmático, y perdonen la redundancia, ya que suele resolver las entrevistas que no le resultan partidarias con ciertas dosis de prisa y desprecio. Pero como él, otros tantos. Muchos entrenadores de fútbol aguantan estoicamente el tiroteo perdonavidas a determinados reporteros deportivos, pero muchos periodistas han aguantado a más de un seleccionador nacional escupiéndoles dos o tres respuestas desagradables cuando han escuchado una pregunta no demasiado cómoda  -–la verdad sea dicha, éste último, Iñaki Sáez, no entra en ese grupo: será torpe, pero tiene maneras de hombre bueno, de esos que lo pierden todo menos los nervios y la educación--.

Por un aquél de que soy de los bobos que cree


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