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17 de noviembre de 2013

Año Carmen Amaya, por fin


No quisiera equivocarme y, si lo hago, rectifíquenme, pero creo que los dos únicos artistas intérpretes catalanes que actuaron en la Casa Blanca convocados por presidentes norteamericanos fueron Pau Casals (en América, Pablo) y Carmen Amaya. Tan distintos, pero tan perfectos. Tan importantes y trascendentales en sus ámbitos cada uno. Casals, merced a la singularidad de su talento, siempre fue un emblema para la oficialidad catalana de estos últimos treinta años. Carmen Amaya, desafortunadamente, no.

Se acaban de cumplir cien años del nacimiento de aquella gitana retaca y renegra que asombró al mundo. Debo decir que, en esta ocasión y aprovechando la efeméride, las autoridades culturales de la Generalitat no se han puesto de espaldas: la huella del flamenco en Cataluña es honda y así se reconoce en la variedad de actos que se incluyen en el Año Carmen Amaya, donde se quiere honrar y redescubrir a una catalana universal de trascendencia inalcanzable.

Nació y murió en Cataluña, lo primero en el Somorrostro barcelonés y lo segundo en Bagur, Costa Brava. El Somorrostro era un barrio de barracas a la orilla del mar, de cuando a los barceloneses no parecía interesarles nada ninguna de sus playas, hoy espléndidamente urbanizadas: entre el hospital del Mar y un poco más allá del Port Olímpic nacían, crecían o morían barceloneses de aluvión y de condena que construían sus casas con maderas que traía el mar o uralitas que traía el hombre. Cuando no se las llevaba algún temporal, conseguían desarrollar su vida en aquel poblado que se veía desde el tren que salía de la estación de Francia camino de Mataró, Blanes o Massanet. Mediados los sesenta y aprovechando una Semana Náutica a la que iba a acudir Franco, se barrieron las casuchas y se realojó a sus pobladores por Badalona, pero en el terreno quedó la cicatriz de las barracas por años, justo hasta que se apostó por la fachada marítima y se empezó el trabajo que ha dejado Barcelona como la conocemos hoy.

En ese paisaje nació Carmen Amaya, la gitana que empezó a bailar y a andar al mismo tiempo, la que iba descalza caminando hasta el restaurante Siete Puertas a impresionar a su clientela una vez acabada la lubina. El crítico Sebastián Gasch fue el primero en echar el ojo a aquella gitana que era pura alma, pura esencia, la antiescuela, la antinorma, el instinto, el desparpajo, la genialidad en suma. Él fue el primero en avisar de lo que venía: conquistó España y, al estallar la Guerra Civil, marchó por Europa y el resto del mundo creando conmociones a su paso. Compañía propia y giras desde Nueva York (colapsaba el Carnegie Hall) a Buenos Aires (donde eran necesarias dotaciones de Policía y Bomberos para calmar los disturbios en las taquillas) con repercusiones en medios de comunicación que la encumbraban, literalmente, en el firmamento. Busquen testimonios de las estrellas más importantes de su tiempo. Busquen lo que decía de ella Orson Welles, o Greta Garbo, o Fred Astaire, o Marlon Brando, o Charles Chaplin. O vean sus intervenciones en las pocas películas en las que apareció: sus escenas valen por toda la cinta. La última de ellas, Los Tarantos, se ha convertido en una película de culto: Rovira Beleta retrató con pericia un par de bailes de esa mujer enjuta, salvaje, indomable, en su medio natural, en las arenas de su barrio, que han quedado, junto con el de Antonio Gades en las Ramblas, entre el agua de las mangueras de la noche, como obras de arte casi postreras. Carmen no pudo siquiera acudir al estreno. Dolencias renales que la acompañaban desde pequeña acabaron con su vida a la temprana edad de cincuenta años. Aún le quedaban muchos bailes por delante a la Capitana, todos ya en tiempo televisado y filmado, con lo que hoy dispondríamos de un impagable archivo de la bailaora más racial junto con Pastora Imperio. No pudo ser. Fue un pasar tan fugaz como intenso, reflejado en las palabras que a ella le dedicó Jean Cocteau: «Carmen es el granizo sobre los cristales, un grito de golondrina, vuelo de insectos que devora las hojas de los árboles...».

 


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