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20 de septiembre de 2013

Y al fondo, Buenos Aires


Una de las características de la muy acogedora ciudad de Buenos Aires es que no le resulta aparentemente extraña a un visitante español. No solo por el paisaje, sino también por el aspecto del paisanaje, uno cree que está en cualquier ciudad de España. Ello no ocurre en otras capitales centro y sudamericanas: Lima, Río, Bogotá, México son ciudades interesantes y sugerentes, pero uno sabe que está en el extranjero por cómo son los individuos que las pueblan o por los nombres de los lugares y los lugares en sí mismos. No así en la capital argentina, en la que los cafés nos remiten a los madrileños; los edificios, a los barceloneses; o los pobladores, a los vallisoletanos, por poner algunos ejemplos.

El porteño es amable, acogedor como la gran mayoría de los hispanoamericanos, brillante, rápido, listo, pícaro, con gestos mediterráneos propios de la ribera italiana y el lenguaje florido del mejor Siglo de Oro español. Quien ama la capital del Río de la Plata lo hace desde la intensidad de enamorado pletórico, total: Borges solía decir que amaba tanto Buenos Aires que incluso le molestaba que la amaran otros, celoso propietario del amor urbano. No es la gran ciudad monumental de la que cualquiera se prenda en la contemplación de su historia milenaria, es la ciudad en la que cualquier sorpresa espera a la vuelta de una esquina merced a ese indeterminado resplandor de sus pobladores, condenados a un inexplicable malditismo histórico. Argentina no ha desarrollado la suerte que se esperaba pudiera convertirla en la gran potencia del hemisferio sur. Lo ha impedido su clase gestora, poseedora de los más densos defectos repartidos en un par de siglos. San Martín libera los territorios; Bartolomé Mitre, años después, los unifica; e Hipólito Yrigoyen impulsa la gran clase media en el primer gran periodo de expansión y formalidad de la República.

A partir de ahí, esta comenzó a tambalearse y vio cómo el general Uriburu, el primero que abrió el baile, inició más de cincuenta años de golpes militares que hicieron imposible la estabilidad. Pero Argentina fue, en los años cincuenta, el granero de Europa. Y la carne de una Europa deprimida por la guerra que había finalizado pocos años antes. La Argentina de Perón llegó a ser autosuficiente, además del lugar en el que los progresos sociales se sucedían en pocos años y en el que la inmigración seguía siendo imparable. Era el futuro. Pero lo fue poco tiempo. El pavoroso Terrorismo de Estado de las Juntas Militares de los setenta acabó de demoler un país en el que en pocos años se pasó de una pobreza del cinco por ciento a otra del cuarenta y cinco. Y así. Hay una suerte de resignación en los argentinos a ver su país como un lugar imposible para las políticas estables y serenas, inteligentes y con planes a largo plazo. Lo que pudo haber sido no fue y el 'corralito' se constituyó en el símbolo del destino de un pueblo que igual veía llegar a inmigrantes en masa como contemplaba a sus moradores huir desencantados. En alguna ocasión he aconsejado el visionado de la excelente película documental La República perdida, del cineasta Miguel Pérez -se puede ver completa en YouTube-, para comprender de un vistazo el zigzag permanente de la historia argentina.

Después de pasar cuatro días de asados y paseos a cuenta de la elección de sede de los Juegos Olímpicos de 2020 -para que vamos a hablar-, me queda dentro el come-come de querer saber más, de querer meter la mano en la tierra prodigiosa del cono sur y saborear la corta e intensa historia de un país deslumbrante, de una ciudad singular y atractiva, poderosamente culta. Entiendo a aquellos que dejaron atrás pobreza en la vieja Europa para encontrar una tierra prometida más allá de los mares. Entiendo su fascinación al remontar el río de la Plata y llegar al puerto de brazos abiertos que siempre fue Buenos Aires. No me canso de volver a ella, como no me canso de lamentar su injusto destino.


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