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9 de junio de 2013

El Brillante, Madrid


Me gustan las inmediaciones de las viejas estaciones de ferrocarril. Tienen en común las tascas y las pensiones, las paradas de taxis y las bocas de metro, los arrabales de las despedidas de antaño, las caras de sueño, los rostros adormecidos por largas noches de viaje. Ahora, con la alta velocidad, los aspectos son los propios de la prisa, de la gestión de a media mañana; las maletas llevan ruedas; de los brazos solo cuelgan maletines; y las cabezas no van tocadas con la gorra de visera de los tiempos en los que los de pueblo se acercaban a visitar la ciudad. La estación de Atocha, en Madrid, era la estación de Mediodía: se llamaba así por ser la que veía partir los trenes con destinos meridionales, con destinos al sur peninsular. Y verlos llegar, con lugareños cansados, maletas ciclópeas, caras de asombro, rastro de frío y desacoplamiento. Noches interminables. Días inacabables. Atocha abrió en 1851, pero fue estación de verdad a partir de 1892, y todo un barrio de antaño se arracimó a partir de entonces, como en tantos otros arrabales de aluvión, pero con ese toque Imperio que caracteriza la zona. En torno a mediados de siglo pasado un paisano norteño abrió El Brillante, un bar de barrio, una barra de cercanías, un carrusel de cosas y tipos, de calamares y cervezas, del Madrid más Madrid. Ahí sigue, al pie del hotel Mediodía, que así se llamó en coincidencia con la estación que habitaba su glorieta, la del Emperador Carlos V, al pie de lo que fue aquel estrambote en forma de scalextric que cruzaba Atocha y que le daba sabor a cemento a todo el entorno. El Brillante sigue convocando a viajeros, a paseantes, a vecinos del barrio, a visitantes del Reina Sofía, a modernos, a excursionistas, a jubilados, a despistados, a noctívagos, a buscavidas, a hambrientos, a apresurados, a turistas y, por supuesto, a mí mismo. Soy de El Brillante porque hay un Madrid hay una España que me gusta y que está en la celeridad de sus camareros, que son los de siempre, y en la contundencia de sus productos. Me gusta sentarme en esa esquina desde la que se ve el reloj de la estación y pedirle a Jesús un bocadillo de calamares de esos que alguna vez se te clavó en la memoria. Madrid mete los calamares entre pan, y eso a algunos les llama la atención. Si se hace como en El Brillante, que es de los mejores de la ciudad, consigue emocionar. Ellos hornean el pan, con lo que está garantizada la colaboración del mismo, y fríen el calamar al momento, habiendo encontrado el punto exacto en el que el sabor, la textura y el aspecto son los correctos. En eso han mejorado mucho casi todos los bocadillos de calamares de Madrid: en contra de lo que creen determinadas nostalgias obligadas, son mucho mejores ahora que hace treinta años. Basta con acercarse a los de la Plaza Mayor: nada que ver con aquel que me perforó el paladar un mayo del año setenta y tantos, cuando fui a ver a aquella muchacha del Puente de Vallecas a la que le hablaba o, mejor, con la que me escribía tórridas cartas de amor. Se llamaba Conchi y era un suspiro de nardo con papel de barrio, un arrebato madrileño en medio de la espesura de los años mozos.

Todo o casi todo lo que se puede meter entre pan cabe en el catálogo de El Brillante: la morcilla de Burgos, la chistorra, el pincho moruno, el filete, el jamón, la tortilla. Todo cabe en ese ambiente vocinglero, en ese último sitio caliente para los amantes del after hour, en ese primer puesto de churros con chocolate de la ciudad. Todo se espera en el aspecto de un bar que, afortunadamente, no parece un quirófano perfectamente aséptico. Cabe Madrid entero, y España toda, y cada calamar para cada hambre, y cada voz para todo amante de la bocina social, del habla de las barras, de la partitura de los bares sin tiempo y, felizmente, sin diseño... para los amantes, en suma, de los bares de nuestros padres.

 

 

El Brillante, el restaurante que enamoró a Herrera por su bocadillo de calamares


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