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28 de mayo de 2011

El último cuento del castrismo


Me enternecen sobremanera los periodistas españoles -alguno de ellos, destacado en el lugar- que dan por bueno el cuento raulista de los cambios en Cuba al objeto de hacer más operativo el régimen. Me causan indisimulado estupor los que, de nuevo, conceden un crédito, por menor que sea, a las supuestas ansias reformistas del pequeño de los Castro; ansias que van desde permitir iniciativas privadas a conceder el derecho a salir del país o a autorizar la compra de un auto. Todo es mentira, de la buena, de la que hace que los que siguen creyendo en Blancanieves se den de bruces con la fantasía y vivan en la permanente mentira. Las iniciativas privadas no pueden pasar de montar dos sillones de peluquería en el salón de casa a cambio de un puñado de pesos: ¿quién cree que se puede montar un negocio sin un mínimo de suministros que en la isla no existen?, ¿quién cree que alguien pueda salir del país sin medios para adquirir un boleto de avión o sin lugar al que emigrar o al que viajar por el mero placer del turismo?, ¿quién cree que se puede comprar un auto en un país en el que no hay autos ni posibilidad de tener pesos para comprarlo? Se podrá resolver alguna situación particular que hasta ahora era anatema -como los sillones de peluquería mencionados- o se podrá intercambiar a cambio de dinero un coche usado, de cubano a cubano; pero no se podrá poner en marcha un país anquilosado, oxidado, sin recursos, sin comercio exterior, sin productividad alguna, sin competitividad más allá de la picaresca imaginativa, sin cultura del esfuerzo y sin moral de trabajo. Todo lo anterior se lo han pulido en cincuenta años de expolio continuado, sin descanso, sin ninguna concesión a la menor iniciativa ciudadana, a base de eslóganes improductivos y de ideología constrictora. Raúl Castro y sus «castritos» -hijos, yernos y sobrinos- controlan el volumen empresarial de Cuba, si es que a lo que allí hay se lo puede llamar empresa. Al contrario de su hermano Fidel, que no ha rodeado de privilegios y caprichos a sus hijos, los Raúles de este final de era están por acarrear con todo lo que puedan a sabiendas de que queda poco por rascar. Cuba malvive de lo que le proporciona el turismo y resulta incapaz de garantizar un suministro mínimo para su sacrificada población; tiene combustible gracias al regalo diario de Hugo Chávez y no tiene forma de devolver los créditos que hasta los chinos les han brindado. Ante ese panorama siguen con la vieja técnica del globo a punto de estallar: cuando detectan que está al máximo, abren una espita, la tensión se relaja y la atención mundial se va a otra cosa, no sin antes haber mostrado sorpresa y esperanza por una posible apertura del régimen. Evidentemente, el régimen no abre absolutamente nada y queda a la espera hasta la próxima ocasión en la que un estallido sea posible. Cuando llegue ese momento, ya se les ocurrirá algo. Mientras tanto, alguna prensa española boba, inocente o algo peor hace como que se lleva una pequeña alegría y acaba viendo lo que quiere ver. Aunque no se vea.

Si alguien, algún incauto, se cree las llamadas a lo racional de la segunda parte del castrismo, que repare en el hombre a quien Raúl ha confiado la vigilancia y supervisión del supuesto proceso de racionalización y privatización de determinados aspectos de la economía: nada menos que a su número dos, Machado Ventura, una momia de más de ochenta años, comunista feroz, inservible y ortodoxo, enemigo acérrimo de cualquier cambio. Mientras tanto, nombres como el de Roberto Robaina, hombre racional, operativo e innovador -y mucho más joven-, que fue fulminado por sugerir una deriva como la propuesta -pero hace quince años-, se entretiene pintando en su apartamento de Quinta en Miramar. No tienen remedio. No son capaces de cambiar nada. Hasta que no se mueran, no se moverá ni una ficha. Ya es triste, pero es así.


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