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8 de mayo de 2011

«Vive la France!», una vez más


Tener un vecino de la dimensión y trascendencia de Francia tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Los segundos tienen que ver con la defensa de sus intereses cuando no coinciden con los tuyos: al ser robustos y empecinados, pasan por encima de la conveniencia vecinal y suelen salir ganando. Pero las ventajas, en cambio, superan con creces a las desventajas, ya que de un país de envergadura y grandeza histórica siempre pueden llegar corrientes políticas, artísticas y de pensamiento con las que mejorar el, en ocasiones, lento transitar por la creatividad que han lucido pasajeramente países como el nuestro. Ni que decir tiene que, salvo el funesto pasaje que encarnaron D´Estaing y el primer Mitterrand, el apoyo francés en la lucha contra el terrorismo y a favor de la joven democracia española ha sido definitivo, además del impulso negociador con Europa que ha permitido a España situarse con todo merecimiento en la carrera comunitaria. De Francia han llegado ideas de libertad y también invasiones militares, ha sido adversario y aliado indistintamente, según que pasaje histórico, pero ha acogido exiliados y les ha brindado futuro, ha llenado de influencia literaria a varias generaciones y ha expandido por nuestras aulas un idioma, el suyo, hermoso y fecundo. A partir de ahí matizamos lo que convenga: los parisinos nos parecerán más o menos simpáticos, los vinos serán excesivamente caros, su cocina podrá parecer sobrevalorada y la inevitable arrogancia de la Grandeur nos podrá parecer insufrible, sí, pero al fin nadie podrá negar que Francia marca muchas diferencias con el resto del mundo y condensa en su seno todos los ingredientes de un grandísimo país.

La tauromaquia francesa es un ejemplo, sin ir más lejos. El aficionado francés es extraordinariamente conocedor, educado y comprometido, al igual que sus empresarios, que ofrecen festejos y ferias en plazas como Arles, Nimes o Dax que ya quisieran celebrar en pulcritud y éxito muchas ciudades españolas tenidas por toristas. Por si todo ello fuera poco, no hará más de dos semanas han declarado Bien de Interés Cultural que proteger desde las instituciones a la Fiesta de los Toros, de significación muy especial en el apasionante sur del país y de respeto generalizado en todo el resto. ¿Y por qué han hecho eso los franceses cuando es para ellos una fiesta importada en la que destacan muy pocas figuras nacidas en su seno? Pues no lo sé, pero me causa una envidia y una admiración sin límites: actuar sin miedos, sin complejos, sin avergonzarse de un patrimonio que también consideran suyo resulta admirable a poco que se contemple el paisaje de timoratos, meapilas y cobardones que adorna nuestro suelo patrio. Los franceses se han atrevido a hacer lo que aquí nadie tiene huevos siquiera para insinuar, a pesar de lo mucho que se viene reclamando por una industria que factura muchos millones de euros, crea miles de puestos de trabajo y centra el núcleo de la mayoría de las fiestas populares en pueblos y ciudades. Todo por no atreverse a molestar a no se sabe bien quién. Mientras Francia actúa diligentemente, en España causa perplejidad contemplar cómo un Parlamento autonómico, el catalán, se arroga la facultad de rebanar un espacio de libertad como es el derecho de realizar festejos taurinos por el camuflado motivo de marcar diferencias simbólicas con el resto del país. Aquellos catalanes que, durante la Oprobiosa, cruzaban la frontera para refrescar ideas, comprar libros prohibidos, contemplar películas de alto grado erótico -que hoy nos parecerían un juego de colegiales- tienen, ellos o sus descendientes, que volver a peregrinar a Perpiñán con el fin de contemplar un espectáculo taurino en paz, sin que una chusma grasienta los llame asesinos o sin que una autoridad saducea les prohíba ejercer un derecho elemental. Ejemplar.

Hay muchos motivos, como digo, para darle vivas a Francia, más allá de pendencias puntuales o disputas que se pierden en la noche de los tiempos, pero hoy rebusco en mi mejor francés que, afortunadamente, estudié en mis años de colegial para decir voz en grito: «Vive la France, coño!»


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