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20 de junio de 2010

EL EJEMPLO DE NADAL


Los números uno pueden permitirse algún ramalazo de soberbia. Digamos que los adorna, los hace legendarios, pintorescos, ligeramente odiosos, pero ampliamente admirados. Sin embargo, los que alcanzan el codiciado cetro de campeón y mantienen posiciones serenas, elegantes, actuando con humildad sincera, nos dan una lección en cada minuto de su vida y desmienten que los canallas tengan que ser forzosamente más atractivos. Más aún en el deporte, actividad capaz de endiosar a cualquiera mediante su repercusión mundial. No debe de ser fácil ser joven, atleta, podridamente rico, ídolo mundial y mantener la cabeza fría y el talante templado. Rafael Nadal, como Miguel Induráin, como Pau Gasol, es de ésos: reciente ganador de Roland Garros –para desesperación de unos cuantos franceses–, ha recuperado el trono de la cúspide del tenis tras un año difícil en el que algunos creían verle acabado –¡con 24 años!–sin haber descompuesto el gesto ni la elegancia más que para llorar abruptamente al poco de acabar la final frente a un sueco peleón y contundente. Le oyes hablar después de una hombrada semejante y te sigues sorprendiendo de que cuide tanto el respeto al contrario, no peque de arrogancia y sepa agradecer a todo su entorno la ayuda que le brinda. Su estatura como ser humano parece estar a la altura, o por encima, de la que ha alcanzado como deportista, cosa que no pueden decir todos los tenistas. A todos nos hace alguna gracia que existan tipos como McEnroe, maestro de los ochenta que desbordaba furia, ira y talento por igual, o como el impagable Ilie Nastase, del que se decía que jugaba sucio pero bonito, o como el bronquista pero genial Jimbo Connors, un hombre no preparado para asumir la derrota, pero el verdadero ejemplo lo dan quienes saben con elegancia no mostrar odio por el adversario o mantener la mesura y el tacto al fondo de la pista, como hacía Björn Borg, el hombre de hielo que cambió el tenis a base de potencia y mediante el poco ortodoxo sistema –hasta entonces– de utilizar su raqueta como si fuera un arma de destrucción masiva. La alta competición hace que, en ocasiones, el protagonista de la pugna se olvide de que es un juego entre caballeros en el que a nadie le gusta perder, pero en el que está mal visto ser un perdedor maleducado. La mala educación, si ganas, es estomagante, pero si pierdes resulta aún peor. Los tenistas que recordamos los más viejos del lugar han sido, por lo general, señores de usos correctos que parecían jugar de usted: el gran Manolo Santana siempre daba la impresión de que acababa pidiendo disculpas a sus rivales por haberlos derrotado, cosa que hacía con frecuencia, al igual que el elegantísimo Arilla o el rocoso Couder, aquel frontón que todo lo devolvía desde el fondo de la pista. Andrés Gimeno, que parecía que competía con esmoquin, jugaba al tenis como el que baila danza clásica sobre tierra batida. Orantes era algo más abrupto, pero arrollador, como Pepe Higueras. Y luego estaba Juan Gisbert, el desconcertante barcelonés capaz de alterarnos el pulso con puntos en los que alternaba por igual la genialidad y el desastre. Gisbert era, para los que seguíamos la Davis entre la fe y la frustración, el impredecible artista capaz de perder con un paquete o de ganar en las condiciones más inverosímiles. Un Curro Romero del tenis. Quién no recuerda un encuentro contra el checo Jan Kodes, al que derrotó después de un interminable recital de imprevistos, o la milagrosa remontada contra el ruso Alex Metreveli, al que ganó en cinco sets después de ir perdiendo por dos sets a cero y teniendo que remontar nada menos que siete match-balls. Gisbert era otra cosa, como lo era Perico Delgado, que igual ganaba un Tour tras un derroche de fuerza y estrategia como perdía el siguiente por no presentarse a tiempo en la línea de salida.

Nadal, por el contrario, es la demostración de que los fatalismos se acabaron en la era moderna del deporte español. Gana sin vacilaciones, pero con todos los miramientos. Un señor al que seguir, un ejemplo del que tomar nota. Los más jóvenes y los más talludos. Él y la sobrasada son de las mejores aportaciones que las Islas le han brindado al mundo. Enhorabuena.


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Comentarios 1

13/05/2013 0:46:13 Teresa (Coruña)
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