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Carlos Herrera  

 

COPE

El gran debate electoral se concentra en subir las pensiones y en dar más algarabía aún al tremebundo gasto público

Faltan días, para algunos apenas horas, para que España vote. Si dudar es humano, entonces, permítanme, el beneficio de la duda ante la falta de respuestas solventes para nuestra economía una vez consumados los comicios del próximo domingo. Cuando digo consumados, lo digo con énfasis peculiar porque en este país una cosa es votar y otra, bastante distinta por lo visto últimamente, que la voluntad de las urnas se plasme y efectivamente haya ganas e intención de formar gobierno y de, por fin, conseguir esa estabilidad política que ya suena a pura utopía, o bien seguir funcionando en funciones, que es una manera como otra cualquiera de ir funcionando, o no, bajo el signo de la precariedad. Preámbulo al margen, la pregunta que ejerciendo ese derecho del beneficio de la duda me arrogaba al comienzo, es muy sencilla: ¿hay alguna formación política que esté en condiciones de guiar y encarar con garantías la senda económica que España necesita?

Por lo que veo, leo y escucho, el gran debate electoral –al margen del debate propiamente dicho de los números uno de cada partido político- se concentra en subir las pensiones y en dar más algarabía aún al tremebundo gasto público que, imparable, se desmadra. Y esas lisonjeras propuestas las formulan los izquierdistas y los derechistas, cada cual a su manera y según sus marcos de referencia. Las iniciativas de la izquierda, eso sí, hacen hincapié – cada día varias veces y cual tocadas por el don de la ubicuidad, a la misma hora, en diferentes lugares – en sangrar con más impuestos de toda índole al flagelado pueblo o, a sensu contrario, por el lado de la derecha – envueltos en su omnipresencia taumaturga repetidamente en una misma jornada y en variados mítines – a prometer atractivas bajadas impositivas que a la hora de la verdad veremos si las bonitas palabras se las llevará el viento, como sucediera en 2011 porque en caso de que la derecha ganara se encontraría con el jaleo de las cuentas públicas y en aquel funesto diciembre de 2011 ya sabemos cómo reaccionó el entonces flamante gobierno que renegó, como San Pedro hiciera de Jesús, dando la vuelta al calcetín y rectificando de pe a pa su surtido y apetecible menú de ofrendas electorales por una España mejor, en menos empleo, más paro y más impuestos, mutatis mutandi lo de más empleo, menos paro y menos impuestos lanzado a lo largo de la campaña electoral a diestro y siniestro.

Así que la experiencia, madre de toda la ciencia, nos dice, y recuerda estos días, que unos juran, otros perjuran y, al final, los apaleados y aporreados somos siempre e indefectiblemente las sufridas clases medias que paso a paso vamos perdiendo estatus y nuestra categoría se va diluyendo, no solo en España sino en el mundo avanzado al que pertenecemos porque en los países emergentes y en vías de desarrollo sus pujantes e incipientes clases medias se esfuerzan con empeño por alcanzar El Dorado. Aquí, en cambio, las clases medias se han inoculado de esencias melancólicas y de evocaciones pretéritas de tiempos pasados que fueron mejores, dudando del presente y sin que atisben futuros mejores.

Nadie habla en España, por parte de las opciones políticas en liza, de afrontar con seriedad un cambio racional de nuestro modelo productivo, de eliminar regulaciones excesivas y nocivas, de abortar esa inercia carente de dinamismo, huérfana de ideas, ahogada en los cauces del laberíntico establishment político que supone un serio e insuperable escollo para que nuestro país avance adecuadamente… Ningún político representativo reprocha que en España no se apadrinen ahíncos empresariales, antes al contrario, se van colocando filas interminables de obstáculos con la clara finalidad de estrangular proyectos innovadores, ni ningún representante de formación política, que me conste, predica ese esperado anuncio de imprimir un giro copernicano a nuestro patrón de crecimiento que simplemente va dando tumbos, esperando a conocer los resultados de la siguiente Encuesta de Población Activa (EPA) que nos habla de 60.000 empleos más y solo 10.000 parados más y se reciben, en un país vacunado para las malas noticias, incluso con buena cara porque los datos no son del todo rigurosamente malos. Y si el déficit se rebaja en una décima, la alegría embarga a las autoridades cuando la pena deficitaria tendría que ser motivo de honda preocupación. Pero no. Nos hemos acostumbrado al reguero de malas nuevas más o menos adversas y encajamos serenamente las informaciones que corroboran que nuestra economía va tirandillo y poco más.

Tras el 10-N, por tanto, al despuntar el alba del 11 de noviembre, España seguirá con toda probabilidad deambulando por la misma senda de progresiva decadencia y de degradación económica, sembrando para las próximas generaciones un campo de minas. Posiblemente, faltan estadistas y tecnócratas que sepan orientar la brújula de nuestra economía en la dirección correcta, o esto no tiene arreglo… Los estadistas, hombres y mujeres de Estado, son los que miran más allá de la próxima cita electoral y cuidan de los intereses de la nación, pensando en el largo plazo, en un mañana mejor para los que vienen por detrás, frente a políticos obsesionados con mantener sus mamandurrias ad eternum. Los tecnócratas son los sabios que, según el Diccionario de la RAE, aplican medidas eficaces que persiguen el bienestar social al margen de consideraciones ideológicas. Claro que por más buenos que sean los propósitos de unos y de otros, siempre se les echará en cara, a unos y otros, que son unos fachas o unos tiranos y que sus intenciones, tildadas de malévolas por el vulgo, revisten tintes dictatoriales.