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Carlos Herrera  

 

COPE

Hablar de superávit público, y no de déficit público, en nuestro país, suena como a chino. En España, hace muchos años, demasiados ya, que estamos encadenados al déficit público con más de 814.000 millones de euros acumulados desde 2008 hasta hoy. Pero la duda es, primero, cómo se consigue tener superávit público y, segundo, qué se hace con él.

Para tener superávit, como es lógico, hay que gastar menos de lo que se ingresa; no hay más tutía. Obsérvese que decimos gastar menos de lo que se ingresa y no, ingresar más de lo que se gasta. Nuestro Estado se ha acostumbrado, desde hace muchos años, a cuadrar sus cuentas – aunque sería más apropiado decir, que a pretender cuadrar sus cuentas – forzando los ingresos públicos para que éstos sean capaces de absorber con su cuantía el descomunal montante del gasto público. En cierto modo, desde una perspectiva económica lógica, eso es incongruente. Las cuentas de resultados bien equilibradas son aquellas en las que, primero, se parte de la previsión de ingresos, de las fuentes generadoras de los mismos, revisando concienzudamente sus posibilidades y en base al monto de tales ingresos se estructuran los gastos que posibilitan el funcionamiento operativo, a la vez que se fija una meta de beneficios gracias a lo cuales fortalecer la autofinanciación empresarial que permita, en lo sucesivo, ir encarando inversiones. Por ende, primero se determinan los ingresos y, después, se concretan los gastos en que incurrir y sus niveles.

En España, cómo no, las cosas se hacen justamente a la inversa. Se establece el volumen de gasto público, con esos incrementos de rigor, cada vez más electoralistas para que la concurrencia se dé por satisfecha y decante su voto a favor de una opción política, y luego, solo luego, se cuadran – o, de nuevo, se dice que se van a cuadrar – las cuentas un poco a la brava: aumentando impuestos sin miramientos, elevando las cotizaciones sociales y poniendo en marcha toda la coercitividad de las inspecciones de Hacienda, Trabajo y cuanto sea menester para acorralar al modesto empresario, al pusilánime contribuyente, al entregado currante, para extraerle hasta el último céntimo por impuestos, cotizaciones, multas, sanciones…

No es este el caso de países que funcionan como deben. En ellos, la salud de sus cuentas públicas responde a unos correctos ejercicios de presupuestación que consideran cuáles han de ser los volúmenes adecuados de gasto público, debidamente ajustados a la potencia de los ingresos públicos. En esos países, salvo algún ejercicio puntual, las cuentas públicas se cuadran con superávit o un déficit público diminuto.

¿Y para qué sirve el superávit público? Por ejemplo, para rebajar la deuda pública. Alemania es el paradigma. En 2015, su deuda pública representaba el 71,6% de su producto interior bruto (PIB) y en 2018 equivalía al 60,9%, por debajo de la cota del 65% que propugna el pacto de estabilidad. ¿Cómo han logrado los alemanes rebajar su deuda pública? ¡A golpe de superávit! En 2018, fue de 58.000 millones de euros. En 2017, el superávit público germano ascendió a 34.000 millones de euros, en 2016 a casi 29.000 millones y en 2015 a cerca de 24.000 millones.

¿Qué hacer con esos 58.000 millones? Pues, verbigracia, en un momento en que la economía alemana no tira, el gobierno alemán pone en marcha un plan de lucha contra el cambio climático invirtiendo hasta 54.000 millones en energía, transporte, construcción e innovación y desarrollo, a fin de reducir un 55% las emisiones de CO2 en comparación con 1990.

El superávit, entre otras cosas, sirve para hacer una economía sostenible de verdad, sin monsergas electoralistas…