noticia
 
 
Carlos Herrera  

 

COPE

La actualidad económica en 'Herrera en COPE' con el profesor Gay de Liébana.

 

OKDIARIO

Érase una vez… un país cuya economía trotaba (ahora ya no)

Como cada año, Sitges acogió la reunión anual del Círculo de Economía, con el trasfondo político catalán… Momentos delicados porque desde el frente empresarial se reclama a la Generalitat que abandone la vía unilateral para que retornen a Cataluña las sedes de las 5.000 empresas trasladadas. Trance complicado porque desde el prisma fiscal, los empresarios andan cariacontecidos ante los amenazantes tics de subidas de impuestos. E inquietud palpable entre el empresariado catalán que detecta la pérdida de poder económico de Barcelona. Y en Sitges, como es tradicional, estuvo el presidente del Gobierno de turno, quien regó los oídos de los empresarios con el compromiso del Corredor Mediterráneo, crucial no solo para la economía catalana, valenciana, aragonesa, murciana, andaluza sino para la economía española en su conjunto al vertebrarse como el eje de conexión con Europa tanto para mercancías como para ciudadanos. Hoy, viajar entre Barcelona y Valencia constituye una aventura más propia de los albores del siglo XIX que no de los tiempos que corren. Y aprovecho, también, para reivindicar las conexiones ferroviarias de la querida Extremadura, tan descolgada por culpa de la falta de adecuadas infraestructuras.

Pero hablemos de lo esencial: los impuestos. Los empresarios temen una política fiscal bajo la influencia de Podemos. Y tal vez por eso, el presidente del Gobierno suavizó el asunto hablando de una fiscalidad alineada con el crecimiento económico, para calmar algo la ansiedad empresarial e insuflar optimismo con el papel que España debe jugar en Europa a raíz del Brexit y de la pérdida de fuelle de Italia. Sin embargo, por más que el presidente lo afirme, la competitividad de nuestra economía flojea, la coyuntura del entorno no ayuda y no solo se trata de apoyar el crecimiento y la productividad sino de ponerse manos a la obra.

Porque de España podría contarse aquello de que érase una vez…, un país cuya economía trotaba. Corrían el segundo lustro de la década de los 90 y los primeros años 2000. España, en 2003 y 2004, se aupó a la octava posición del ranking mundial, superada solo por el respectivo PIB de un elenco de lujo: Estados Unidos, Japón, Alemania, Reino Unido, Francia, China e Italia y, después, nosotros. Ese posicionamiento económico de España en cierto modo respondió a que el contexto político se movía entre la seriedad y el rigor, sin fantochadas ni populismos demagógicos. Y el país tenía ganas de echar adelante. Entrar en Europa suponía un fuerte estímulo. Nuestro nivel económico progresaba. Nuestra economía se adentraba en cauces de prosperidad. Las cuentas públicas estaban ordenadas. Las formalidades de lo que sería la Zona Euro, la Unión Económica y Monetaria, se imponían y la moneda única nos estimulaba. La compostura europea, nos obligaba. Y todos remábamos en la misma dirección, buscando consensos y transformando el país, sumando y no restando.

Pasaron los años y las movidas políticas, de un lado, más el azote de la crisis, del otro, nos fueron minando. Lo del milagro económico español se tornó en drama a la vez que en sainete de toda guisa. Y España –ésta la realidad- ha ido cayendo en picado. Sin eufemismos que sirvan a modo de excusa. Confiamos nuestra suerte económica al arrollador fenómeno del turismo para ganar la primera pela, a la sazón euro, sin importarnos en exceso la calidad de los visitantes y nos embelesamos con los pelotazos inmobiliarios y el dinero fácil, jugando con el crédito y olvidándonos de que el mundo existe más allá de nuestras fronteras. Por suerte, la crisis aleccionó al tejido empresarial que se enfrascó en buscar nuevos horizontes, consiguiendo una cierta competitividad exterior.

No obstante, hoy nadamos a contracorriente y España se halla en la decimocuarta posición del hit parade económico mundial. Además de los países antes mencionados, por delante nuestro están también India, Brasil, Canadá, Rusia, Corea del Sur y Australia. Y en 2030, dicen las previsiones, que España, en función del PIB en paridad de poder adquisitivo caerá al puesto decimoséptimo, superándonos Indonesia, México e Irán. Y en 2050, siguiendo con los vaticinios que se manejan, naufragaremos como la vigesimosexta economía del mundo y, entre otros, nos avanzarán Vietnam, Bangladesh, Tailandia, Filipinas, Pakistán, Irán, Turquía, Malasia… ¡Vivir para ver!, soltaremos entonces o, mejor dicho, bramarán quienes se encuentren por acá y rememoren épocas pretéritas.

Es consecuente, pues, que ante tan “favorables” perspectivas, alguna formación política con ansias de gobernar exija una semana laboral de 34 horas; se propugne, so pretexto de que estamos lejos de la presión fiscal media europea –la de la Europa de los que sí son ricos-, maltratar con latigazos impositivos a todo bicho viviente que curre; se ose apuñalar a la banca, que se debate en disyuntivas peliagudas y que asegura que fluya el dinero hacia la actividad económica; se predique flagelar sin piedad a nuestras empresas y, entre otras lindezas de país comodón y de finanzas públicas holgadas, se prometa al prójimo -inocente y cándido votante- asegurar una renta mínima para todo quisque… Fórmulas, sin duda, magistrales para que nuestra economía vaya al degüello y así en una década España se quede en fuera de juego del ranking económico mundial o, peor aún, que no compita en la primera división de la economía internacional.