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Carlos Herrera  

 

COPE

Javier Sierra en su sección de misterio semanal, nos habla de Cuenca, ciudad que está sembrada de misterios históricos

Cuna de un primitivo asentamiento celtibérico, el de los olcades, estas tierras han acogido a carpetanos, romanos, musulmanes y cristianos, cuyos legados y creencias han tallado la geografía física y humana de un territorio que no ha permanecido ajeno al misterio. Su remoto pasado, sus leyendas de brujas, duendes y encantamientos, su caprichosa naturaleza y los mil y un símbolos que decoran sus históricas piedras, convierten a esta región en una parada obligada para los amantes del misterio.

Las calles de Cuenca rezuman historia por sus cuatro costados. Cada esquina ha sido escenario de una hazaña, testigo silencioso de un encuentro con la magia y el misterio. Por doquier es posible palpar sus enigmas, que conviven discretamente con el pasado glorioso de una urbe erigida sobre dos ríos, el Júcar y el Huécar, cuyas aguas han tallado caprichosamente los cimientos de una ciudad que desde siempre ha aspirado a acariciar el cielo. Con razón es Patrimonio de la Humanidad: por su rico casco histórico y sus casas colgantes que no tienen miedo al precipicio, el contraste que su paisaje nos ofrece entre sus serenas llanuras manchegas, la alcarria de flores y aromas y la frondosidad de su serranía. Recorrer sus empedradas vías es como viajar en el tiempo, aspirando a la posibilidad de encontrarnos, en sus pasadizos subterráneos, con las huellas de su pasado musulmán, cultura de la que fue una importante alcazaba desde el siglo VIII, dada su posición estratégica. Los ecos de su reconquista por parte de Alfonso VIII en 1177, tras nueve meses de asedio y con la impagable ayuda de una aparición celestial, se entremezclan con el sonido de los cascos de los caballos, a lomos de los cuales los templarios recorrieron su geografía. El rastro de éstos aún puede vislumbrarse en algunas edificaciones.

Luminarias y templarios

Esta ciudad pertenece, como acertadamente apuntaron Jesús Callejo y Javier Sierra en su obra La España extraña (Ed. Edaf), a ese conjunto de urbes fundadas o reconquistadas para la Cristiandad por imperativo celestial. Su escudo y su cáliz coronado por una estrella reflejan el episodio sobrenatural por el cual la Kunka musulmana se convirtió en la Cuenca cristiana, tras ser reconquistada por Alfonso VIII en el siglo XII. Hay quien piensa que la copa heráldica representa el Santo Grial, pero la única certeza se refiere a la estrella del blasón conquense. La leyenda cuenta que, mientras preparaba el asedio a la ciudad, el rey soñó varias veces con la Virgen y fue testigo en repetidas ocasiones de la aparición de luminarias celestiales, interpretadas por el monarca como señales del respaldo divino a su misión. Tras arrebatarle a los moriscos el preciado enclave, en señal de agradecimiento ordenó erigir una ermita a escasos metros del lugar de dichas apariciones, donde para entonces ya había desenterrado la imagen, ubicándola bajo el puente de San Antón, al borde del Júcar, y convirtiendo así a ese lugar en el primitivo templo dedicado a Nuestra Señora de la Luz, que sería convento de antonianos por espacio de varios siglos. Junto a otros detalles, como la presencia de agua, grutas, el color negro de la imagen y la existencia de advocaciones acompañantes, esta aparición mariana repite casi al milímetro el patrón de otras asociadas a vírgenes negras templarias. Los conquenses le ponen voz a su patrona para que explique su desconcertante color en coplas como ésta: «No te extrañe, no te extrañe, siendo luz, el verme negra. Cuenca, con sus besos de fuego, requemó mi faz trigueña». Anécdotas al margen, la Orden del Temple seguramente contribuyó a poner sitio y tomar el enclave, apoyando con sus monjes guerreros al esposo de la hija de Leonor de Aquitania, con freires que según Juan García Atienza debieron de «proceder de la provincia catalano-aragonesa y acudieron acompañando a su rey Alfonso II el Casto». A partir de aquel momento, y simultáneamente al traslado de la Corte de Castilla a dicha ciudad, los templarios reciben, como premio por su participación en la lucha, un asentamiento y un convento en la afueras de la villa, construyendo además una iglesia dedicada a la interesante y pagana figura del médico San Pantaleón, a escasos metros de la no menos enigmática catedral conquense. Hoy en día apenas quedan en pie los muros exteriores y el arco ojival de la entrada a este recinto, en cuyas delgadas y desgastadas columnas aún se pueden observar algunas figuras que decoran los capiteles con motivos relativos al arcángel San Miguel, otra de las figuras veneradas por los templarios. Las huellas de éstos se dejan sentir, no obstante, por toda la provincia, especialmente en lugares como Huete y Pliego, aunque es en la sobrecogedora catedral de Cuenca donde más viva se mantiene la controversia.

Símbolos, OVNIs y duendes

Las rutas mágicas por la ciudad tienen en la catedral de Cuenca una parada obligada, tanto por su magnificencia como por la rica simbología hermética que decora su fachada y su interior. Se trata de un edificio controvertido, encuadrado dentro de un singular estilo gótico que ha sido denominado anglo-normando. Es factible que fuesen consejeros y caballeros normandos de Leonor de Inglaterra, traídos junto a su dote para servirle al casarse con Alfonso VIII, quienes influyeran en un diseño que hasta el momento no se conocía en España. No obstante, el templo que hoy contemplamos ha sido objeto de infinidad de modificaciones desde que comenzara a construirse, a partir del año 1183, tras contar Cuenca con un arzobispado otorgado por el Papa Lucio III. Como muestra de poderío sobre los recién derrotados almohades, y sin duda siguiendo una larga tradición de edificar los lugares sagrados en espacios de significación cosmotelúrica, se levantó la catedral sobre la principal mezquita musulmana, siendo más que probable que los alarifes templarios participaran de alguna manera en los trabajos, e incluso en la financiación inicial de los mismos, cuya primera fase fue consagrada por San Julián en 1208. Precisamente, los restos incorruptos del que fuera segundo obispo de la ciudad, y a quien oficiosamente está dedicado el templo, se conservaron por su fama milagrera hasta la Guerra Civil en una urna de plata y en un altar especial: el transparente donde hoy en día apenas observamos una urna simbólica vacía, por haber sido quemado el cuerpo del santo en 1936. Las torres octogonales, las cruces templarias observables en su interior, las tétricas gárgolas y los curiosos personajes que saludan al visitante, algunos reflejando alegría y otros vivamente preocupados, junto a uno que sosteniendo un libro se nos antoja «un hombre verde», son indicios del hermetismo del templo, perdido en buena medida por las sucesivas restauraciones que ha padecido.

Es tradición considerar que de su subsuelo, en los cimientos de la mezquita, parte un enjambre de pasadizos construidos por los árabes que se distribuyen por todo el casco histórico. En su interior destaca la capilla de los Apóstoles, en la cual se conservan numerosas reliquias, incluidos algunos supuestos fragmentos de la Santa Cruz y donde desconciertan sobremanera los relieves de seres híbridos cabalgados por niños, que decoran las columnas. Otra visita obligada es la capilla de Santa Bárbara, donde encontramos claramente visible uno de los pocos OVNIs plasmados en el arte religioso español. Forma parte de un mural, obra de Martín Gómez el Viejo, en el cual se personifican la Fe, la Esperanza y la Caridad, virtudes teologales bajo las que se muestra un fragmento de cielo y el extraño objeto. Su forma discoidal, con lo que parecen ventanas y potentes rayos luminosos saliendo de su parte inferior, dejan escaso espacio a la posibilidad de que se trate de una semejanza casual, dando más bien la impresión de que el autor de la obra aprovechó algo inusual que había visto allá por el siglo XVI y cuya naturaleza consideraba divina, incluyéndolo en su obra.

Quizá sea en su pasado árabe y en la tradición de los jinn, o genios perversos, donde debamos buscar el origen de las historias de duendes asociadas a este templo prácticamente desde el comienzo de su construcción. En su obra Historias y leyendas de Cuenca, Miguel Tirado Zarco consigna que, según la creencia popular, las manifestaciones de los duendes comenzaron con el derribo de la mezquita donde, al parecer, moraban los jinn, quienes no debieron encajar bien el uso cristiano de su hogar, pues no dejaban de provocar toda suerte de accidentes en las obras de la catedral. Entre los obreros había árabes, los cuales no albergaban duda de que los trabajadores empujados al interior de zanjas, los ensordecedores sonidos de los cimientos o el derrumbamiento de los andamios, se debían a esos geniecillos que a todas luces seguían viviendo en la maraña de túneles que horadaban el subsuelo del templo. Su presencia entre los sillares de la catedral conquense se mantuvo inalterada durante años, con brotes como el padecido en otoño de 1249, cuando la necesidad de subsanar algunos daños de la cubierta hizo que se trabajara intensamente durante semanas, escuchándose casi todas las tardes «una especie de alaridos, gritos histéricos y risas exageradas, que se oían por todas las cámaras perdidas que había bajo aquella enorme cubierta», escribe Tirado Zarco. Lo cierto es que en las ampliaciones y restauraciones de los siglos XV y XVI fueron tan frecuentes los ruidos y sonidos que pocos querían trabajar en los lugares donde se acrecentaban los fenómenos, alimentando una creencia que hoy en día los de mayor edad se siguen tomando muy en serio. No olvidemos que existen dos interesantes personajes ligados a la Catedral que, según cuentan sus respectivas leyendas, tuvieron una estrecha relación con duendes. El primero de ellos fue Nicolás de Biedma, un obispo de Jaén que, según la tradición, poseía tres duendes o diablillos que guardaba en una botella, capaces de hacerle viajar en un santiamén de España a Roma. En 1376, dos años después de un mágico viaje, Biedma fue nombrado obispo de Cuenca, ejerciendo en una catedral cuyos inquilinos le eran familiares. El segundo de los personajes, si cabe más popular, fue el doctor Eugenio Torralba, quien en el siglo XVI debió enfrentarse a la Inquisición conquense, que le hizo pasar cuatro años en la cárcel. El delito no era otro que tener a su servicio a un «familiar»: una especie de genio o diablo de bello aspecto que respondía al nombre de Ezequiel y que, además de protegerle y revelarle todo tipo de secretos o enseñarle fórmulas desconocidas para curar, era capaz igualmente de transportarle por los aires desde las tierras manchegas a los dominios del papado. El edificio del Santo Oficio, hoy Archivo Provincial, fue escenario de este sonado proceso.

De brujas y cruces mágicas

Cuenca tampoco se mantuvo al margen de la fiebre brujeril que azotó la Península Ibérica, dando cuenta de ello los archivos de la Santa Inquisición conservados en la que fue su sede. En 1615 se abrió uno de los procesos brujeriles más interesantes, al acumularse las denuncias contra un grupo de brujas que merodeaban por el barrio de Mangana, lugar donde se encuentra la popular torre del mismo nombre y cuyas raíces también hay que buscar en la ocupación morisca. La cuestión, que en principio comenzó reduciéndose a reuniones nocturnas, con bailes y presuntas invocaciones diabólicas, se complicó al comunicarse la muerte súbita de numerosos animales de corral sin señales de violencia, al más puro estilo chupacabras, viviéndose entre los conquenses un episodio de alarma social capaz de impedir que la gente saliera de sus casas tras ponerse el sol. No fue ni mucho menos el único, pues unos treinta años antes, en 1576, se produjo en la provincia, concretamente en Carrascosa del Campo, otro episodio colectivo: el testimonio de una vecina consignada como Isabel de Escaloña, según la cual «manadas de bruxas entraban por las ventanas», ocasionando toda suerte de desgracias. Volviendo a Cuenca ciudad, curiosamente otra zona de especial tradición brujeril fue el puente y barrio de San Antón, lugar donde ya vimos que tuvo lugar la aparición mariana de Alfonso VIII.

La Cruz del Convertido

Unido a este cuerpo de creencias nos encontramos con el lance de la llamada «Cruz del Convertido», uno de los episodios más singulares de la historia mágica de la ciudad. Hoy día es posible contemplar la citada cruz de piedra, en parte destrozada por los desaprensivos, mostrando la huella de una garra atribuida al diablo, habiéndose perdido el dibujo de la mano, que aún era visible en la parte deteriorada. Se encuentra junto a los restos del convento de los Carmelitas Descalzos y la ermita de Las Angustias. La leyenda cuenta que corría el siglo XVIII, cuando un joven caballero bautizado como Don Diego, de singulares mañas para el galanteo, paseaba por el lugar junto a una bella joven de nombre Diana, a la que debió levantar en brazos al romper una tormenta. En ese momento se percató que la hermosura de la dama no acababa en unos esbeltos pies, sino en unas patas de cabra. Se trataba sin duda de algún demonio que quiso coquetear con el joven, quien huyó despavorido, abrazándose a la cruz y grabando su huella en la misma, al tiempo que el diabólico ser hacía lo propio con su pezuña para después alejarse del sagrado objeto.

El recuerdo de ese pasado mágico ha convertido a las brujas sobrevolando la ciudad en un icono de la misma, descubriéndose sus huellas en la toponimia de enclaves como el «Ventano del Diablo», un espectacular mirador que ha sido convertido en parada obligada para turistas y cuya oquedad en la roca atribuye la tradición popular al mismísimo Maligno.

Cuenca mágica, misteriosa y, sobre todo, hermosa. Quien la visita, ya no puede escapar a su embrujo...