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Carlos Herrera  

 

COPE

El famoso escritor Javier Sierra nos narra la apasionante y complicada vida de este gran genio

Aquel solemne inmueble de la calle Krunska, en el centro de Belgrado, iba a darme una buena sorpresa. Había nevado con saña la noche anterior y, aunque las calles estaban heladas y cubiertas por medio metro de un manto blanco y compacto, había tomado la firme decisión de visitarlo. Me reconcomía la curiosidad. Necesitaba saber por qué en la capital de Serbia existía un Nikola Tesla Museum, mientras que en el resto del mundo civilizado –que tanto progreso debe a este inventor– su nombre apenas figura en los libros de texto de nuestros escolares. Y es que, aunque los modernos estudiantes de física saben que un campo electromagnético se calcula en “teslas”, lo ignoran casi todo del genio que prestó su apellido a esa unidad de medida.

Croata de origen y, sin embargo, gloria de la Serbia contemporánea, cuando nació en Smiljan en julio de 1856 aquellos territorios aún pertenecían al imperio austro-húngaro. Fue en la ciudad austríaca de Graz donde aprendió los rudimentos de la electricidad, y en Hungría donde consiguió su primer trabajo, para una compañía telegráfica. Pero antes de cumplir los treinta, aquel jovencito de aspecto enjuto y cierto aire a H. P. Lovecraft ya se había dado cuenta de que su futuro en tierras imperiales era más que incierto.

Por eso cerró sus maletas con copias de sus primeros artículos científicos, sus planos para construir un avión, unos pocos dólares y un libro de poemas, y marchó hacia los Estados Unidos en 1884. En Nueva York fue reclutado por Thomas Alva Edison para su compañía, y se convirtió en su fichaje más rentable. Solo durante el primer año patentó veinticuatro modelos de dinamos para él. A menudo decía que sus diseños le venían a la cabeza como “fogonazos de intuición” y que durante esa especie de trances era capaz de visualizar su funcionamiento parte por parte. De algún modo –decía– no estaba inventando nada; todo existía ya en el universo, y su mente se limitaba a “recordarlo”. No fue, pues, de extrañar que sus compañeros de trabajo creyeran que aquel tipo era una especie de espíritu llegado de Venus.

Casi podría decirse que Tesla disfrutaba siendo “raro”. Aquel flacucho de metro ochenta de alzada y solo sesenta y cuatro kilos de peso, manos grandes y pulgares como troncos, parecía uno de esos médiums de feria que entonces se ganaban la vida en séances de espiritismo llenas de trampas. Algunos críticos, como el polémico editor británico Mark Booth, han llegado a decir recientemente de él que “al igual que sucedía en el caso de Newton, sus avances más importantes surgieron de su creencia en una dimensión etérea entre los planos mental y físico”. Fue, pues, esa extraña mezcla de mente racional y visionaria, la que me animó a conocer un poco más a este personaje durante mi última visita a los Balcanes. En Belgrado, a pocos pasos de la Embajada de España y no muy lejos de las oficinas de mis editores serbios, se levanta hoy el palacete-museo que preserva su legado. Sus fondos –160.000 documentos originales, más de mil planos y dibujos, y otras tantas piezas y aparatos técnicos de su invención– fueron donados por Sava Kosanovic, sobrino de Tesla y su único heredero legal, que en 1951 recibió los despojos de su notable tío directamente de la Corte de Justicia de Nueva York. En realidad, lo que allí se expone al público no es mucho. Debería haber más que un puñado de viejas fotos, algunos textos manuscritos, cartas, souvenirs y unos pocos chismes corroídos por el paso del tiempo. Pero a los turistas que lo visitan esa precariedad no parece importarles demasiado. La escasez de fondos se compensa por el orgullo de sus responsables ante la evidencia de que un compatriota suyo –aunque “robado” a la vecina Croacia– fuera el hombre que revolucionó la electricidad, quien inventó la radio al menos dos años antes de la fecha oficial, y quien despreció el premio Nobel en 1912 por considerar que se lo había merecido en 1909 en lugar de Marconi.

Hoy, en esa fría ciudad que Tesla solo pisó una vez (en 1892), su memoria emerge por todas partes: en avenidas, negocios e incluso en el nombre de su aeropuerto internacional. Y todo por una razón principal: mientras trabajó para Edison, Nikola Tesla consiguió cambiar la corriente eléctrica continua de la época, que precisaba de generadores eléctricos cada pocos kilómetros para llevar luz a las casas, por la corriente alterna. Gracias al apoyo del magnate George Westinghouse, logró que una central eléctrica situada en las cataratas del Niágara pudiera suministrar electricidad a toda la ciudad de Nueva York, a más de 500 kilómetros de distancia, sin necesidad de pequeñas subestaciones. Fue, sin duda, su aportación más popular. La corriente alterna no perdía potencia en la larga distancia y era capaz de generar un tipo de fluido más constante y seguro.

Edison se vio obligado a aceptar el hallazgo de su ex empleado aun a regañadientes, y a asumir que le reemplazara como el científico de moda de la Costa Este. Gracias a sus casi 700 patentes, Tesla se convirtió en un hombre rico… pero también cada vez más extraño. Solitario y taciturno, el temperamental inventor se instaló a cuerpo de rey en las suites de varios hoteles de Manhattan y se concentró en sus siguientes proyectos como si nada en la vida valiera más la pena que sus ideas.

Algunas fueron, cuando menos, exóticas

Valga como muestra una. El 16 de enero de 1901 Tesla leyó en The New York Times este pequeño titular: “Flash luminoso desde Marte”. La frase encabezaba una noticia muy escueta en la que se daba cuenta de cómo un experto del observatorio astronómico de Harvard había filtrado el hallazgo de uno de sus colegas del telescopio Lowell de Arizona. Según este, aquellas Navidades habían detectado un flash de luz intermitente de 70 minutos de duración, ¡procedente del planeta Marte! Eran, claro, tiempos en los que muchos creían que nuestro vecino cósmico podía estar habitado por una civilización inteligente. Las especulaciones sobre canales de irrigación y bosques en el Planeta Rojo estaban a la orden del día, así que Tesla, quien por aquel entonces trabajaba en un proyecto de telegrafía sin hilos, pensó que sería oportuno intentar comunicarse con los marcianos. De sus notas se desprende que creyó haber captado algo. “Poco a poco he entendido que soy el primero que ha oído un mensaje enviado de un planeta a otro”, escribió en tono críptico. Sin embargo, no volvió a preocuparse por esta cuestión hasta treinta y cinco años más tarde.

En julio de 1936, y como era su costumbre cada vez que se acercaba su cumpleaños, Tesla envió a la prensa un discurso de diez páginas en el que glosaba sus intenciones para el nuevo año. A pesar de estrenar 80 primaveras, el científico estaba aún cargado de proyectos. Uno de ellos, explicó, era crear un dispositivo que permitiera una comunicación interplanetaria veloz con el que pretendía, además, ganar un premio de 100.000 francos que ofrecían en Francia a quien consiguiera enviar una señal a un planeta lejano y recibir respuesta.

El 11 de julio de 1937, en sus declaraciones para The New York Times, Tesla se reafirmó en su propósito y añadió algo más: “He dedicado la mayor parte de mi tiempo esta temporada a perfeccionar un aparato nuevo, pequeño y compacto, capaz de producir energía en cantidad considerable para enviar señales por el espacio interestelar, a cualquier distancia, sin la menor dispersión”. Y tras asegurar que pronto daría con nuestros vecinos extraterrestres, apostilló: “La vida en otros planetas es una certeza”. Todo, sin embargo, quedó en el aire. Tesla no patentó nunca aquella máquina. Tampoco se presentó al premio Pierre Guzmán, anunciado por la Academia Francesa de las Ciencias. De hecho, por pura cortesía y para clausurarlo de una vez por todas, acabaron concediéndoselo décadas más tarde a la tripulación de la misión Apollo 11. Pero aquella apatía no le impidió embarcarse en ideas aún más osadas. Más bien ocurrió todo lo contrario. Los años finales de Tesla –como los de Edison, que repasé el mes pasado– estuvieron llenos de declaraciones fabulosas, visionarias, grandilocuentes, llenas de misterio, como las que le llevaron a anunciar la construcción de un rayo energético “suficientemente poderoso para destruir 10.000 aviones a una distancia de 400 kilómetros o fulminar a un ejército de un millón de soldados”.

¿Se volvió loco, pues, el “hombre de Venus”? Tesla falleció en enero de 1943, a los 86 años, convencido también de que podría poner en marcha un método para distribuir energía eléctrica gratuita a todo el planeta sin necesidad de cables. Lo llamó “sistema mundial”, y para ejecutarlo dijo que le bastaría con levantar una red de torres de cincuenta metros de altura, coronadas por electrodos de cobre de treinta metros de diámetro. Esa especie de wifi eléctrico iba a ser financiado por el banquero J. P. Morgan y puesto en marcha por primera vez en una finca de ochocientas hectáreas, en Long Island, a unos cien kilómetros de Manhattan. Sin embargo, pronto aquel proyecto comenzó a sufrir el estrangulamiento de sus patrocinadores. Los Morgan se habían dado cuenta de que la idea de Tesla era difícil de tarificar –su gratuidad no debió de gustarles demasiado– y las instalaciones terminaron por oxidarse, condenadas al abandono.

No se desanimó. En Colorado Springs empezó a trabajar con los principios del moderno rayo láser. En 1934 soñó con un haz de luz que “proyectará partículas que pueden ser relativamente grandes o bien de dimensiones microscópicas, y que nos permitirán enviar a una pequeña zona situada a gran distancia una energía trillones de veces superior a la que es posible enviar con rayos de cualquier clase”. En la cena de su octogésimo segundo cumpleaños, celebrada en el hotel New Yorker en el verano de 1938, apostó a que podría enviar ese rayo a la zona oscura de la Luna en una noche de cuarto creciente y hacer aparecer allí una estrella que fuera visible desde cualquier rincón de la Tierra. Enseguida hubo quien vio en aquella idea el germen de una poderosa arma.

El rayo de la muerte

“Mi invento requiere una amplia instalación”, dijo, “pero una vez establecido, será posible destruir cualquier cosa que se acerque en un radio de 320 kilómetros”.
Tesla hizo estas declaraciones en un mal momento. Las relaciones con los países del Este eran pésimas. La Segunda Guerra Mundial estaba a las puertas, el comunismo era ya el enemigo público de los Estados Unidos y su lugar de nacimiento le había convertido en un ciudadano sospechoso. Tal vez eso explique por qué, cuando falleció en la suite de ese mismo hotel de Manhattan la noche después de Reyes de 1943, varios agentes del FBI forzaron su pequeña caja fuerte y confiscaron todos sus papeles. Buscaban las notas de su “superarma” y la prueba de que no había caído ya en manos soviéticas.

El último Jedi

La Historia ha sido injusta con Nikola Tesla. Mientras Edison y Marconi han recibido toda clase de honores y figuran como personajes destacados en las páginas de las enciclopedias populares, el “viejo Niko” –como le llamaban sus allegados– fue apartado de la escena pública y se le terminó viendo en los parques cercanos a su hotel, con aspecto de vagabundo, dando de comer a las palomas. Dicen que su gran error fue no saber adaptarse a la era del átomo. Nunca creyó que pudiera llegar a romperse y extraer de él su infinita energía; no llegó a saber de las pruebas nucleares secretas en Nuevo México, a tener contacto con el Proyecto Manhattan ni a ver el final de la Segunda Guerra Mundial tras la explosión de dos bombas atómicas en Japón.

Sus últimos años de vida los pasó marginado por sus colegas y entregado a la lectura de obras tan esotéricas como el Tao Te King. “¡Realmente era de Venus!”, recordé al ver su ejemplar subrayado en una de las vitrinas del Museo de Belgrado. Ante mi perplejidad por encontrar la “biblia taoísta” en los anaqueles del sabio, uno de los conservadores de la colección me sacó de dudas:

–No debería extrañarse, señor –me dijo risueño–. A fin de cuentas, el Tao es descrito en ese libro como la fuerza que cohesiona el mundo, la que le da orden. Y eso era lo que Tesla buscaba. Era una especie de jedi.

–Sí –susurré–. Eso era justo lo que estaba pensando…