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Carlos Herrera  

 

COPE

Richard Chase manifiesta desde muy joven los signos de una conducta psicótica peligrosa. Le fascina el fuego, se muestra cruel con los animales. Nace en 1950, en una familia acomodada, pero con el padre alcohólico, que se pelea constantemente con la madre. Ésta imagina que su marido intenta envenenarla.

A los 21 años, Chase se va de su casa y comparte un piso con compañeros de estudios. Constantemente drogado, no se lava nunca y se cree víctima de un complot, hasta el punto de que clava con tablas la puerta de su habitación. Para entrar y salir de ella, pasa por un agujero que ha abierto en el fondo de su armario de pared. Pronto regresa a casa de su padre o a la de su madre, pues se han divorciado.

Chase alterna los períodos de apatía con los de agresividad. La policía lo interroga muchas veces por la calle. Se afeita la cabeza para «vigilar mejor un cráneo que cambia de forma y cuyos huesos agujerean la piel», y va al hospital, pues «alguien le ha robado la arteria pulmonar e interrumpido su circulación sanguínea». Después de oírle afirmar esto, internan brevemente a Chase en un hospital psiquiátrico, y en seguida es confiado a la tutela de sus padres pese a la opinión de los médicos, que lo consideran peligroso. Recibe una pensión por invalidez y la ayuda financiera de su padre, lo que le permite alquilar un apartamento en el centro de Sacramento. Deja de tomar los medicamentos ordenados por los médicos y su conducta se deteriora.

En 1976 cree ser la reencarnación de uno de los miembros de la banda de Jesse James, un famoso bandido del Oeste, y duerme colocando naranjas alrededor de su cabeza «para que las vitaminas C se filtren hasta su cerebro». En esa época, cree que para sobrevivir necesita sangre fresca. Compra conejos, cuya sangre bebe y de los que se traga crudas las vísceras. A veces mezcla esos dos elementos poniéndolos en la licuadora. Con ocasión de una de sus visitas en 1976, su padre lo encuentra muy mal y lo lleva al hospital. Los médicos se percatan de que se inyectó en las venas sangre de conejo. Lo internan de nuevo, ahora con un diagnóstico sin apelación: «paranoico esquizofrénico ( … ) considerado muy peligroso». Una vez más, sus padres lo hacen salir del hospital y le alquilan un apartamento.

En 1977, Richard Chase está convencido de que sus órganos se desplazan en el interior de su cuerpo, que su corazón disminuye de tamaño a causa de la falta de sangre, que su estómago está pudriéndose. Mata a numerosos perros y gatos, cuya sangre y vísceras mezcla con Coca-Cola para beberla en forma de cóctel. En mayo de 1977 mata al gato de su madre y, delante de ésta, se cubre la cara con la sangre del animal. Chase se marcha luego al Estado de Nevada, donde un sheriff lo detiene porque se pasea desnudo con el cuerpo pintado con la sangre de una vaca que acaba de mutilar. A comienzos de diciembre compra una pistola semiautomática del calibre 22, que se añade a la escopeta de caza que ya posee. Su apartamento es de una suciedad repugnante y decide que sólo saldrá de noche. Durante los últimos días del mes de diciembre, se entrena con la pistola y compra numerosas cajas de municiones. El 29 de diciembre, al caer la noche, sube a su coche y dispara dos veces contra un desconocido, que muere a consecuencia de ello.

Sus padres lo ven al mes siguiente sin imaginar que acaba de matar por primera vez. Fascinado por las informaciones sobre Kenneth Bianchi y Angelo Buono, los estranguladores de las colinas, Chase recorta los artículos que se refieren a ellos y se prepara para una nueva expedición mortífera. El 23 de enero de 1978, cerca de su domicilio, entra a robar en una casa, cuyo propietario le sorprende y al que grita al escapar corriendo: «Estaba buscando un atajo.» El botín es escaso: 16 dólares, un estetoscopio y un catalejo. Pero tuvo tiempo de orinar en un cajón y de defecar en la cama de uno de los hijos de la casa. Dos horas más tarde ve a una joven de 22 años, Theresa Wallin, embarazada de tres meses, que está sacando una bolsa de basura delante de su jardín. Le dispara tres veces a quemarropa y entra en la casa. Mientras su víctima agoniza, Chase le abre el vientre y le arranca los intestinos, que extiende por el suelo. Le apuñala el hígado, le corta un pulmón y el diafragma, le arranca los riñones y los coloca encima de una cama. Frenético, apuñala el cuerpo todavía numerosas veces y se pinta la cara con sangre. Luego va a la cocina, donde toma un bote de yogur para mejor beber la sangre de su víctima. Satisfecho, agrega un toque final al crimen defecando en la boca del cadáver. Chase se lava superficialmente y abandona la casa de los Wallin sin que nadie lo haya visto.

Esta vez no espera un mes, pues sólo cuatro días transcurren antes de que penetre en el domicilio de Evelyn Miroth. Chase dispara a la cabeza de esta joven de 27 años antes de ejecutar a Daniel Meredith, el amigo de Evelyn, y a su hijo Jason, de 6 años de edad. Al oír el llanto de un niño, se acerca a una cuna y mata de un tiro en la cabeza al sobrino de Evelyn, David Fereira, de 22 meses. Se lleva el cuerpo de la mujer a un dormitorio y lo desnuda antes de quitarse su propia ropa y de ponerse guantes de caucho. Terminada su macabra carnicería, sodomiza a la víctima, le arranca un ojo y bebe su sangre. Mientras vacía el cráneo del pequeño David en la bañera del cuarto de baño, llaman a la puerta. Chase apenas si tiene tiempo de vestirse y de llevarse el coche de Meredith, que aparca cerca de su propia casa. Se ha llevado el cadáver del bebé. De nuevo, nadie se ha fijado en su presencia, ni siquiera cuando regresa para recobrar su propio automóvil.

De vuelta a su casa, Chase decapita el cuerpo de David, bebe la sangre y devora el cerebro crudo. El mismo día, a comienzos de la tarde, la policía descubre la matanza. Al día siguiente se organiza una caza de gran envergadura por toda la ciudad. Se registra sistemáticamente el barrio donde vive Chase. A las 5 de la tarde, un detective llama a la puerta del apartamento de Chase, pero éste no abre. Una hora más tarde, siguiendo el consejo de un vecino, tres policías se apostan delante de la puerta de Chase. No hay respuesta, de nuevo, pero como han oído ruido en el interior deciden continuar la vigilancia. Unos minutos después, Chase sale de su domicilio con una caja de cartón bajo el brazo. Los policías le interceptan el paso y, al tratar de huir, Chase les arroja a la cara la caja, cuyo contenido se desparrama por el rellano: trapos y la ropa ensangrentada del bebé, así como pedazos de cerebro. Detienen a Chase y registran su apartamento. En cuanto los policías entran, les asalta un espantoso hedor de putrefacción. Los muros y los muebles están cubiertos de manchas de sangre, el suelo del dormitorio está sembrado de materia fecal, y descubren huesos humanos en el salón y la cocina. Encima de la cama, un plato contiene restos de cerebro, rodeados de sangre fresca. La nevera está llena de recipientes de plástico dentro de los cuales se adivinan órganos humanos o animales.

Durante los interrogatorios, Chase acaba confesando sus crímenes sin abandonar una actitud incoherente. Para explicar su primer asesinato aduce que «en el barrio viven bandas de nazis y de drogados. Todo el mundo se lo dirá. Al pasar delante de la casa de los Wallin, oí amenazas… A veces oigo voces por teléfono… Ignoro qué voces… Suena el teléfono y alguien me dice cosas extrañas… que mi madre me envenena poco a poco y que voy a morir». Cuando le preguntan por qué devora cadáveres de animales y de seres humanos, Chase expone una teoría: «Los nazis comieron muchas personas… Cuando pasé por delante de la casa de Theresa Wallin tenía hambre y me estaba muriendo. Mi sangre está envenenada y un ácido me corroe el hígado. Era absolutamente necesario que bebiera sangre fresca».

El vampiro de Sacramento fue condenado a la pena de muerte. Llevaba menos de un año en la famosa prisión de San Quintín cuando se suicidó con una sobredosis de medicamentos el 26 de diciembre de 1980.

Richard Chase, cuyo extraño caso es poco conocido a pesar de lo horripilante de sus crímenes, constituye un ejemplo típico de asesino psicótico paranoide. La mayoría de los psicóticos no son peligrosos, pero en Richard Chase había desde su infancia temibles signos premonitores. Sus padres, sus maestros, las autoridades judiciales, médicas y psiquiátricas habrían debido actuar en consecuencia. Como lo señaló el doctor Ronald Markman en la conclusión de su informe durante el juicio:

«Desgraciadamente, nuestras instituciones sólo actúan en casos de urgencia, después de la catástrofe. La prevención no es nuestro punto fuerte, sobre todo cuando está en conflicto con los derechos civiles de las personas. Richard Chase fue siempre bien tratado por nuestras instituciones médicas y judiciales. ¿Podemos decir lo mismo de las víctimas?»