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Carlos Herrera  
ABC, 27 de noviembre de 2009
El momento de la calma

TODO es un disparate, todo: la acción y la reacción, el yin y el yan, el anverso y el revés. Hay cosas que están condenadas a acabar mal y me temo que este asunto del Estatuto catalán dejará la cuneta sembrada de tullidos. Ignoro si él mismo es constitucional o no, ignoro si técnicamente plantea problemas insuperables a la organización del Estado o no, ignoro si es una mera estrategia para la consecución de un fin último separatista o no, pero no se me escapa que están jugando con fuego y sembrando de minas la convivencia más elemental de los ciudadanos, aquella que les lleva a hablar con sensatez y libertad de los problemas cotidianos que la política debe resolver. Están jugando con el odio, y el odio sembrado en las masas populares prende de forma inmediata y tarda muchos años en aplacarse: es, por así decirlo, la inyección de una bomba vírica que contamina inmediatamente los tejidos más hondos del pensamiento y contra el que no hay antídoto que valga. La oligarquía política ha diseñado un escenario irreal, un tramado de intereses perversos en virtud del cual se ha diseñado el futuro único posible de una sociedad medianamente próspera: Cataluña sólo será posible desde la suficiente desafección de una ciudadanía a la que hay que convencer de que el resto de esta indeseable España se levanta todas las mañanas con la idea de hacerle la vida imposible. Nadie, según esta aproximación al ensueño, madruga con la idea de solventar sus problemas esenciales y sus cuitas inevitables; antes al contrario, despiertan con la única preocupación de alterar la vida plácida y tribal de una comunidad del noreste, la cual debe temer la avalancha de hirsutos y malvados bárbaros dispuestos a robarles todo aquello que es suyo, desde la lengua hasta las peculiaridades posturales. Le han dado la máxima potencia al fuego con tal de que reviente, antes o después, la olla a presión. Es un juego que, de no ser irresponsable, parecería infantil: los de segundo A han de enfrentarse sin recato a los de segundo B por una mera cuestión de determinismo histórico.

Puestos a ignorar, ignoro si es cierto el anticatalanismo que se denuncia desde las entrañas del pensamiento único catalanista, aunque sí me malicio que se ha sembrado una desconfianza infranqueable entre comunidades globales. Digo globales por cuanto desde la Cataluña oficial y política se habla del conjunto de los españoles pero nunca de sus comunidades diferenciadas: el problema lo tienen, según parece, con España en su conjunto, pero no con sus comunidades individualizadas, lo cual resulta curioso: la susodicha oligarquía hablará mal del total pero no dirá lo mismo de los andaluces en particular, los asturianos o los canarios, que, curiosamente, forman todos ellos España. Hablan mal de una familia, pero se llevan bien con todos sus miembros y jamás se atreverán a pormenorizar sus despechos contra cada uno de forma individual.

La salida de pata de banco de la subvencionada prensa catalana -la misma que no se ha caracterizado por la electricidad coordinada contra la corrupción, la desidia, el despilfarro o el desencanto- ha movido a otras tantas salidas de patas de banco de buena parte de la prensa editada en el resto del país. Frente a la posibilidad de enfriar el juego, serenar el ánimo y contrastar opiniones con la imperturbabilidad exigible, ha comenzado el fuego cruzado y el lanzamiento de trastos a la cabeza. Es el momento de la responsabilidad colectiva y del esfuerzo coordinado por tratar de no decir más tonterías de las asumibles por una sociedad perpleja. Es el momento de la política responsable, de la templanza de Estado, de los nervios forrados de titanio, de las llamadas a la calma; justo lo que necesita la sociedad, incluida la más levantisca. El deber de los representantes políticos es el de no vaciar bidones de gasolina sobre la opinión pública. Y en ello van implícitos los medios de comunicación.