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Carlos Herrera  
Diario Sevilla, 11 de noviembre de 2007
El pobre faraón

Algún capítulo debí perderme durante mi preparación académica que me impide compartir la pasión exacerbada que produce la exhibición pública de la momia de Tutankamon. Visto de manera desapasionada, la extracción del joven faraón, muerto a los diecinueve años, no es, para mí, mas que un gesto de dudoso gusto de los arqueólogos, que alcanzan el éxtasis arrancando de las entrañas de la tierra cadáveres que debieran pulular sólo entre dioses. Pero no, ellos encuentran todo el sentido de la Historia en las exhumaciones. Desentierran la Historia para hacerla presente. El enterramiento de nuestros muertos es una respetable costumbre ancestral que pretende simbolizar, tras hundirlos en la tierra, la ascensión de los espíritus.

Me debió pillar, como decía, invadida por la varicela o mirando al pupitre de mi compañera de la retaguardia cuando mi profesora explicó el atractivo y la obsesión por encontrar la belleza en la “sonrisa” de la momia de Tutankamon. Yo lo que veo es una calavera calcinada, deformada por la propia momificación, de la que sobresalen unos dientes prominentes, y a un pobre muchacho al que no dejan en paz. Asumo que fue uno de los grandes personajes que vivieron y reinaron en Egipto a lo largo de sus 3.000 años de Historia, pero que su sonrisa sea “bella”, o la momia  “guapa”, me lo reservo. Por la historia escrita y reeditada, del “faraón-niño” se conoce su nombre original, autenticidad dinástica y sus obras, que favorecieron las grandes reconstrucciones de los templos egipcios tras los daños cometidos por Akenatón. Por su exhumación, que murió gangrenado y no asesinado y se especula con la maldición sobre quien lo toca. Es el codicioso motivo, achacado a Howard Carter, su descubridor hace justo ochenta y cinco años, lo que me inquieta. Se cuenta que su objetivo era  hacerse con los fabulosos tesoros que contenía la tumba, llena de ofrendas y amuletos de oro, pero cuyos hachazos para abrir el sarcófago de oro macizo partieron la momia en pedazos, dejándola sin protección bajo el sol egipcio.  

Tutankamon se ha convertido, por ello, en un icono de la Egiptología al mismo nivel que las pirámides. Su descanso eterno se ha visto interrumpido por la voluntad humana, que le ha arrebatado su dignidad y su riqueza mientras se expone a otra vida eterna en un escaparate de plexiglás, arropadito con una humilde tela de lino que sólo permite ver su rostro momificado y sus pies carbonizados. Tanto follón para volver a taparlo. Exhibición inicua en el Valle de los Reyes, en Luxor, donde comienza el tormento eterno para un muerto y la resurrección de una obsesión y una leyenda maldita.